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miércoles, 28 de marzo de 2012

La Casa, Cecilia Ferreiroa



Me dijeron que me fuera lo más lejos posible de su vista. Me dieron unos pesos.
Yo no tenía adónde ir. Me metí en una casa rodeada de árboles y caminos. Estuve un tiempo ahí. Fue un período extraño en mi vida. Me sentía un despojo humano. Me habían dicho que era una mal nacida, y yo sentía que debía estar fuera del mundo. Pero al irme de esa casa, había cambiado.
Cuando la vi pensé que nunca podía estar más aislada que en ese lugar entre los árboles y por donde pasaban autos a toda velocidad. A las pocas personas que pasaban caminando las miraba desde la ventana con cara de pocos amigos.
Durante el día no hacía ruido porque había movimiento en la casa. A la noche estaba tranquila y encendía una radio que había encontrado. En la radio hablaba un cura, o un pastor. Yo lo escuchaba con una atención beatífica. El cura decía “hijos míos”, y a mí eso me hacía sentir especial. También decía todo el tiempo “el camino del señor” y “los descarriados que el señor quiere acoger en su seno”. Eso me daba esperanzas.
La ventana por la que había entrado permanecía rota, así que durante las noches podía salir libremente. Compraba algunas cosas para comer por los alrededores.
A la mañana la gente de la limpieza pasaba cerca. Las escuchaba hablar. Hablaban de alguien a quien llamaban “la empastillada”. Al parecer ella era la que les daba órdenes, y la odiaban. Según una, estaba ensañada con ella y la mandaba a limpiar los inodoros con satisfacción. También hablaban de un “viejo cara de galleta” y de una a la que le decían “la marmota”. Por lo que se escuchaba las únicas personas normales de la casa eran ellas. Cuando hablaban de los otros se reían con una risa que era una mezcla de alaridos y silencio. Primero salía el alarido y después se cortaba abruptamente como si se abriera un acantilado. Me sorprendía mucho esa risa a la que le faltaba la continuación.
Un día escuché a alguien que les decía con voz pastosa pero autoritaria si habían limpiado el cuartito de cosas rotas. Enseguida me di cuenta de que ese cuartito era donde estaba yo. Ellas le respondieron con un sí rotundo. Yo podía dar fe de que ahí no había entrado nadie a limpiar nada. Me dio miedo que lo hicieran y me mantuve escondida, pero nadie entró en todo el día. Ese cuartito parecía estar aparte, como adosado a la casa y sin lazos con ella.
Esa noche el cura estaba enojado. Algo había pasado. Hablaba de los descarriados, de los que eligen el camino del mal y de cómo los esperaba el infierno. Yo me estremecí.
Más tarde cuando caí dormida, soñé con algo que debía ser el infierno y sentí que ya no tenía esperanzas. Me despertaron las voces ya entrada la mañana. Contaban que la marmota había perdido unos papeles y la empastillada estaba furiosa. Como consecuencia de su furia había mandado a una a limpiar los tachos de basura y los pisos del baño. Las compañeras trataban de consolarla. Ninguna le ofrecía hacerlo por ella.
Esa noche el cura no habló por la radio y sentí un vacío tremendo. Necesitaba saber qué había sido de los descarriados. Por la ventana vi las calles y las veredas desoladas. Después miré hacia las torres de enfrente. Sólo había algunas pocas luces prendidas. Sin nadie pasando, todo parecía una imagen congelada. La noche se cerraba sobre sí misma y me dio miedo salir a la calle. Me quedé en mi cuarto y comí las sobras que tenía.
Al día siguiente las de limpieza contaban entre risas apagadas que el viejo le había cobrado a un visitante el doble de lo que costaba la entrada. Seguro que para comprarse la petaquita, dijo una. Se dispersaron velozmente cuando se oyó la voz pastosa cerca.
Durante el día me quedaba en estado vegetativo para no hacer ruido. Mi panza era una sinfonía desafinada. Esperaba ansiosa la noche porque había descubierto una heladera con comida y a veces no tenía que salir a comprar. Comía un poquito de cada cosa. Algo habían notado porque el viejo andaba acusando a todo el mundo. En especial sus sospechas habían caído en una de las de limpieza. Ella con voz llorosa le decía a sus compañeras: que sea gorda, no me hace ladrona.
El cura había vuelto a adoptar su voz serena y comprensiva con los descarriados. Decía que todos tienen una oportunidad de encontrar el camino. Empezó a dar nombres. Con cada nombre decía la palabra “descarriado”: descarriado Walter, descarriado Carlos, descarriada María Angélica. Yo lo escuchaba con el corazón palpitante, muerta de terror, porque pensaba que en cualquier momento iba a decir mi nombre. Finalmente dijo que todos ellos habían retomado la senda del señor. Sentí una alegría que nunca había sentido antes. Eso me dio un sueño relajado y reparador.
Al día siguiente todo empezó agitado. Las de limpieza comentaban que en un museo se le había caído un pedazo de cielo raso en la cabeza a una compañera mientras limpiaba un pasillo. Una de ellas la conocía y comentaba que se había quedado agarrada de la escoba, con la cabeza blanca de yeso, inmóvil del pánico y del boleo. Exigían cascos para trabajar.
Ese día pasó con muchas voces y ruido de pasos por todos lados. Yo me quedé como una estatua. Tenía miedo de que con el revuelo se acordaran de ese cuarto olvidado. Siempre me pareció que las situaciones extraordinarias eran las más peligrosas.
El cuarto donde estaba tenía algo especial. Se acumulaban el polvo y las cosas rotas. Nadie entraba a reparar nada ni a tirarlas. Al parecer el estado que habían alcanzado era eterno e inamovible. En esos días largos de quietud me pareció que yo también me estaba convirtiendo en una cosa inservible y eterna. No estaba segura de si eso sería el camino del señor o del infierno. Pensé que algo bueno tenía que hacer para redimirme y cuando todos se fueron me puse a limpiar los baños. El estado en el que estaban era deplorable, infecto. Tomé esa tarea como el camino de mi redención y la hice cada noche. La empleada a la que siempre mandaban a limpiarlos, iba sin demora cuando la jefa, con satisfacción, la mandaba. Se quedaba un buen rato ahí y después volvía a reunirse con sus compañeras. Nunca hacía ningún comentario sobre el estado reluciente y aséptico en el que los encontraba cada vez. Después de días de esa limpieza profunda dejé la casa y nunca más volví.


Texto: Cecilia Ferreiroa  nació en La Plata. Vivió su infancia en México y el resto de su vida en Buenos Aires. Estudió Letras en la UBA. Da clases de español y de literatura.

Foto: María Paz Germán





martes, 13 de marzo de 2012

Juramento, Florencia Fragasso




Lo veo desde unos metros antes, cuando voy llegando. Disimulo. Está casi todo como lo dejé ayer. La obra avanzada, los marcos de arriba colocados, la parecita del lateral a medio terminar con el revoque a la vista, algunos ladrillos en el suelo, las bolsas de material, las colillas que tiran los obreros.

Vengo a coordinar el trabajo de hoy, la eficiencia de los albañiles depende de la firmeza de mi ojo, me coloco el casco amarillo achatando el rodete, hundo sin querer queriendo el taco de la bota en el cemento todavía fresco.

Para el martes tenemos que tener todo listo.

Miro de nuevo, trato de no ver, pero está ahí, aunque inmóvil. No puede ser.

Me fuerzo a pensar en los azulejos que hay que conseguir, son medio raros pero los voy a encontrar.

Ahí empiezan a llegar todos, bajan del bondi, ¿ya se habrán dado cuenta? Disimulo.

Calor mucho calor estoy sudando. Tengo planillas en la mano y el blackberry. Los tres de Varela llegan 6 minutos tarde, lo anoto.

No me imaginé esto cuando dijo que me iba a seguir hasta cualquier parte. Te lo juro, dijo. Que no me iba a deshacer de él así de fácil. Que iba a transformarse en mi peor pesadilla, en mi sombra.

¿Qué van a decir ellos? ¿Lo irán a patear? No veo no me doy cuenta de nada no registro. 

No, ni idea qué es. Descarguen esas bolsas ahora, ustedes tres sigan picando el muro. 

Vamos que el martes terminamos, dejen de boludear y laburen.

Siento cómo el labial se me corre por las gotas que chorrea mi cabeza, el pelo apelmasado bajo el casco es una sopa, voy a perder el equilibrio.

¿Estará muerto o sólo quieto? Todos ya se acercan y lo rodean, hacen bromas, preguntan. 

Me estoy por caer redonda al piso, veo cómo uno de los de Varela le pega el primer puntapié.


Texto: Florencia Fragasso nació el 27 de febrero de 1975. Se crió en Banfield, provincia de Buenos Aires. Estudió Letras en la UBA. Publicó poemas y traducciones de poesía en las revistas Tsé-tsé, Vox, Hablar de poesía y Pisar el césped. En 2004 publicó la plaqueta Poemas de la observatriz en la colección Arte Plegable, con ilustraciones de Bernardo Zeissig. En 2005 publicó el libro Extranjeras, editorial Gog y Magog. De próxima aparición Sinestesia en Ediciones Presente.

Foto: Sandra Guascone