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viernes, 16 de diciembre de 2011

La ciudad soñada, Ana María Shua


        
Usted llega, por fin, a la ciudad soñada, pero la ciudad ya no está allí. En su lugar encuentra el río, los árboles, los pajonales de la pampa, un paisaje salvaje y melancólico. Pero usted no trajo su canoa, no trajo su brújula, no trajo su mochila de acampante. Usted trajo una guía de restaurantes y un buen traje, y entradas para el teatro. La ciudad, por el momento, está del otro lado, y el guía le ofrece atravesar el río para buscarla. Y mientras avanza lentamente, empapado, mientras vadea con esfuerzo las aguas verdosas, sintiendo que su cuerpo ya no está para esos trotes, usted percibe en la reverberación del aire que la ciudad está volviendo a formarse a sus espaldas, temblorosos y transparentes todavía los rascacielos, como medusas del aire.

Ana María Shua nació en Buenos Aires en 1951. A los dieciséis años publicó su primer libro de poemas. Es autora de varias novelas. Sus cuentos fueron reunidos en el volumen Que tengas una vida interesante. Como autora de microrrelatos ha obtenido el máximo reconocimiento en el ámbito iberoamericano. En ese género, su último libro es Fenomenos de circo.

Foto: Albano García

lunes, 5 de diciembre de 2011

Torino, Juan Marcos Almada


Así, para algunos, estacionado en la calle, no dice nada, pero para mí que le vengo siguiendo el rastro hace tantos años, sí que dice, y mucho; a esta altura, quizás diga demasiado. Lo que sí, a pocos le importa. Un puñado, nomás.
Ése martes, a la tardecita, después de todo el quilombo de canas, periodistas y curiosos del barrio, se lo llevó la grúa derechito por Avellaneda. Hubo gran revuelo, nadie sabía qué hacer. Tenían miedo que de la noche a la mañana se convirtiera en un emblema. A este país le encantan los emblemas, y si son mortuorios, mejor todavía. Basta con el caso del cadáver de la Señora como ejemplo.
Un Torino TS cuatro puertas, colorado, un lujo para le época. Se dijo que estuvo un tiempo guardado en un garaje de la Confederación. Después le perdí la seña, hasta que me batieron la ficha de que estaba en un corralón en Boedo, todo picado a los costados. Cuando fui, ya no estaba. Y otra vez a empezar de cero, a recolectar datos, falsos, contradictorios.
Lo mismo había pasado con el Ambassador del viejo. Alguien lo encontró tirado en un barrio del conurbano. Estuvieron a punto de hacerlo chatarra, hasta que chequearon la chapa y vieron que estaba a nombre del Sindicato. Por  esa simple formalidad pudieron  recuperarlo. Los restauradores son magos. Agarran un fierro todo oxidado y lo vuelven a la vida. Como a este Torino, que por fin vengo a encontrar, acá, estacionado cómo si nada. El dueño, un pelado, ni debe saber lo que maneja. Debe pensar que es un Torino cualunque. Pobre, se va a morfar un garrón de aquellos. Pero así se dan las cosas. Las órdenes son claritas: encontrar el Toro, llevarlo al galpón y no dejar rastros.
Tiene varios kilómetros hechos. En aquella época, el petizo casi que ni lo usaba. Seguro que el pelado viaja por la provincia a competencias de exhibición, lo tiene hecho un chiche, todo lustradito. ¡Increíble!, ni un rasguño, parece mentira con los buracos que le hicieron los impactos de fal. Al menos cayó en manos correctas, lo digo por el calco de las Islas, otro emblema Nacional. Las cosas se acomodan solas, tarde o temprano. Lo pienso mientras miro en el vidrio de atrás, el reflejo de un día casi peronista, si no fuera por esas nubes que parecen humo de cigarro.

Juan Marcos Almada
Foto: Albano García


jueves, 1 de diciembre de 2011

casa, Juan Marcos Almada



Hay ausencias a las que es imposible acostumbrarse porque dejan una soledad palpable, granulada, un vacío barroso en el que uno se hunde y del que es imposible salir.
El frente de la casa, es, para mí, una lápida.
Ahora que no está, todo se resignifica. O cabría decir que ahora que no está todo cobra por fin su verdadero significado. Pero también puede ser que no, que ahora que no está, se haya perdido el significado, y que la casa, las paredes percudidas por la intemperie y el jardín descuidado, todo, signifiquen ahora, otra cosa, distinta, muy distinta a lo que significaba cuando él estaba en vida y podía, por sí solo, explicar el significado de las cosas, aunque se equivocara, aunque esa explicación no le importara a nadie, incluyéndome.
Yo me siento acá, enfrente, y miro, y oigo. Ruido a cubiertos, la radio encendida, una voz que rebota y se apaga entre las paredes. Gente nunca vi. Probé en diferentes horarios, pero nada, como si no viviera nadie. Los ruidos nomás y el perro, el Colita, (no sé cómo lo llamarán ahora). Se aquerenció a la casa, cosa que nosotros no pudimos. Yo creo que todavía lo espera, el pobre.
La chapa catastral 1606, número tantas veces jugado inútilmente, con fe ciega, a la cabeza y a los premios, en la Nacional y en la Provincia tiene, todavía, esa pendiente hacia la derecha (si se la mira de frente, enfrente). Mi padre estaba obsesionado con ése número. Nunca dijo por qué. Una efeméride íntima, como todo, y más que íntima, interna, suya, que no quería compartir.
La foto la saqué yo mismo, para tener la imagen conmigo, porque no puedo venir todo el tiempo. Si se mira bien, se me ve reflejado en el vidrio de la ventana. No es fácil encontrarme porque las cortinas opacan el reflejo. ¡Las mismas cortinas de siempre! Esta gente no fue capaz de cambiarlas. Para ahorrar, seguro. Si viven en una casa como esa mucha plata no han de tener. Por eso: en el jardín están las mismas plantas que puso mi padre. ¡Las mismas! Un helecho pelado, las coronas de Cristo que nunca dio flores, y las margaritas salvajes, que son plaga.
Los otros días me pareció que me espiaban: un leve pliegue de la cortina, y unos dedos. Pero no puedo asegurarlo, a veces de tanto mirar las cosas se deforman.


Juan Marcos Almada
Foto: Albano García