Mira
hacia abajo. Hacia el patio que comparten los tres edificios, los tres monoblocks
de hormigón que se ven ya desde la vía del tren. A él no lo dejan bajar; su
mamá especialmente le dice: ni se te ocurra, ni con los otros chicos del piso.
Se quedan en el corredor o viendo tele. Con olor a guiso, a pata, no me importa,
pero no bajan.
Igual
a veces lo sacan del departamento, le dicen que espere afuera, que tienen cosas
que hacer; su mamá se ríe como si le fueran a hacer cosquillas. Entonces mira a
ver qué hay; si hay otros chicos, baja; si está solo, mira. Los perros que le
entran a las bolsas de basura, los pañales sucios, los sachet de leche; las
viejas gordas que les gritan a los pibes de la esquina váyanse a otra parte con
esa mierda, los pibes que se manotean el bulto y se les cagan de risa. Él
guarda como un tesoro la navaja roja que le afanó a uno de ellos hace una
semana, cuando estaban re estropeados y él volvía de la escuela. Fue lo más
valiente que hizo en su vida, pero si lo descubren lo revientan, lo sabe. La
esconde en una caja de zapatos detrás de su cama, con algunas figuritas del
mundial, un collar de perro viejo y unos billetes. Su mamá no limpia hasta el rincón
que hace la cama con la pared, lo tiene estudiado.
Ayer
lo raparon por los piojos y hoy le gritan, ¿qué, te agarró la yuta,
pendejo?
A
la noche hay tiros en el barrio, rebotan en el hormigón, resuenan con eco.
Nadie se asoma. Ni cuando hay gritos pelados. También él se acostumbra, se tapa
hasta la cabeza con la frazada apolillada y sueña.
Texto: Pía Bouzas
Foto: Taller Fotografía Barrio Luis Piedrabuena, coordinado por Pablo Vitale