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martes, 31 de enero de 2012

Chico en monoblock, Pía Bouzas



            Mira hacia abajo. Hacia el patio que comparten los tres edificios, los tres monoblocks de hormigón que se ven ya desde la vía del tren. A él no lo dejan bajar; su mamá especialmente le dice: ni se te ocurra, ni con los otros chicos del piso. Se quedan en el corredor o viendo tele. Con olor a guiso, a pata, no me importa, pero no bajan.
            Igual a veces lo sacan del departamento, le dicen que espere afuera, que tienen cosas que hacer; su mamá se ríe como si le fueran a hacer cosquillas. Entonces mira a ver qué hay; si hay otros chicos, baja; si está solo, mira. Los perros que le entran a las bolsas de basura, los pañales sucios, los sachet de leche; las viejas gordas que les gritan a los pibes de la esquina váyanse a otra parte con esa mierda, los pibes que se manotean el bulto y se les cagan de risa. Él guarda como un tesoro la navaja roja que le afanó a uno de ellos hace una semana, cuando estaban re estropeados y él volvía de la escuela. Fue lo más valiente que hizo en su vida, pero si lo descubren lo revientan, lo sabe. La esconde en una caja de zapatos detrás de su cama, con algunas figuritas del mundial, un collar de perro viejo y unos billetes. Su mamá no limpia hasta el rincón que hace la cama con la pared, lo tiene estudiado.
            Ayer lo raparon por los piojos y hoy le gritan, ¿qué, te agarró la yuta, pendejo? 
            A la noche hay tiros en el barrio, rebotan en el hormigón, resuenan con eco. Nadie se asoma. Ni cuando hay gritos pelados. También él se acostumbra, se tapa hasta la cabeza con la frazada apolillada y sueña. 


Texto: Pía Bouzas
Foto: Taller Fotografía Barrio Luis Piedrabuena, coordinado por Pablo Vitale


Dos son soledad, Fernando Figueras



Íbamos todos los meses.
Al llegar a la bóveda —la casita, le decía yo— mamá me daba las flores porque necesitaba las manos libres para enfrentarse a esa cerradura “maldita” con la que intercambiaban sus neurosis durante unos segundos, minutos a veces. Luego empujaba la puerta pesada, que yo percibía inamovible sin haberla tocado jamás. De adentro salía un olor a polvo, humedad y podredumbre que me golpeaba como la peor de las noticias. Mamá tomaba de nuevo las flores, y yo me quedaba con las de mis vestidos, que eran las únicas que me gustaban. Antes de meterse en la casita me ordenaba que me quedara por esa calle, ahí donde pudiera verme, aunque sabía que sería imposible porque al desaparecer en la bóveda ya no tendría forma de controlarme. Entonces sí, ni bien tenía vía libre, me iba hasta la esquina y doblaba. Ahí estaba papá. Nos dábamos un abrazo y un beso y empezábamos a jugar. Si ese día había llevado la soga, le mostraba mis progresos en los saltos. Después, si la jornada no era muy calurosa, corríamos una carrera hasta la otra esquina, o si no nos limitábamos a caminar de la mano repasando los carteles de las otras casitas; los “Lecouna” o la “Familia Guerrero” o “María del Carmen Puente” —“tan solitaria, pobrecita”, decía papá— y toda la seguidilla de nombres que terminé aprendiendo de memoria y en orden, como el tío Omar que recitaba las formaciones de esos equipos de fútbol que él sabía. Al rato volvíamos a la esquina y nos despedíamos con una sonrisa que borraba todo el entorno. Más de una vez estuve a punto de pedirle que me acompañara a la casita, pero algo en él me invitaba a callar. Feliz por el encuentro, ilusionada ya con la próxima visita, me sentaba en el escalón de la entrada, donde enrollaba mi soga o alisaba las flores sobre mis piernas. Enseguida aparecía mamá, toda maquillada de blancura y tristeza. Cerraba la puerta con menos trámite que en la apertura y, sin falta, se acomodaba el peinado. Su mirada rebotaba en la mía para perderse luego en cualquier otra cosa. Me daba la mano apretando bien fuerte, afianzando el lazo, y nos íbamos juntas; otra vez solas.

Texto: Fernando Figueras
Foto: Mimí Cortes


lunes, 16 de enero de 2012

Rock de pasillo, Sebastián Pandolfelli




En cualquier momento vienen a bardiar esos puto, vas a ver... ¿Te acordá cuando íbamo a patiá ró a Cheers, ahí enfrente de la estación? ¿Y de El Almacén y la otra rockería? ¿Cómo era esa? ¡Elvis se llamaba! Esa estaba buena... Que manera de patiá con las tejana y lo jean blanco ajustado ¿No?”. El Japo sacó un paquete arrugado de Camel, prendió uno y se quedó mirando un punto perdido en el horizonte, como buscando algún recuerdo. “Le sacabamo viruta al piso, le sacabamo... ¡Cuchá, cuchá este tema Japoné...! Jhonny Rivers, Menfis, faaa, se me mueven sola las pata, loco... Este compilado lo compré en la feria el otro día, tá bastante bien, tiene Creedence, Dire Straits, Bonnie Tyler... ¡Pasame un trago que no es micrófono!” dijo Chelo y manoteó la cerveza. “Ponete algo de Omar Shané, o Los Dinos, bó...” dijo El Japo dándole otra pitada al pucho. “No seas hincha pelota Japoné... ¡Acá el disc jockey soy yo!” gritó Chelo y se acomodó la 22 en la cintura. “¡No te calenté Chubby Checker que no pasa nada! No te hagá el pistolero, boludo” le contestó Japo. “¡Coriiinaaaa!” gritó Chelo y escondió el arma entre unos escombros, ahí donde estaban sentados. “Ya van a venir...” suspiró. Al segundo, de la casilla salió una nena: “¿Que pasa?”. “Andá a la heladera y traé otra cerveza...” ordenó Chelo. Corina obedeció al instante, entregó la botella y se metió adentro a seguir viendo dibujitos. “No me pagaron... Pero me traje un cajón” comentó Chelo mientras intentaba destaparla con los dientes. El Japo se la arrebató, la destapó con el encendedor y le pegó un trago. “Yo te hago el aguante compadre, pero... ¿Y cómo fue que empezó el bondi?” preguntó. “Cuchá, Japoné... ¡Aiii guona nooou ifiú ever siii de reeein...! ¡Que temazo, Por Dió! ¿Cómo no les gusta Creedence? ¡Pendejos de mierda! Ya van a venir... Vas a ver...”. Chelo tomó un trago, puso de nuevo la 22 en su cintura y empezó a contar: “Era el quince de la Melany, la más chica de los Zapata, y le hicieron la fiesta ahí en la canchita del Clú, un asado, así algo simple, cuatro, cinco globo, un par de guirnalda y quince cajone de birra, uno por cada año se pagó Zapata, jaja... La cosa que parece que habían contratado un boludo que pone música, pero a último momento le dijo que no venía, entonce vino la madre desesperada a pedirme que pase música yo... Cien peso le dije y la verdá que a la Yolanda, con esas teta que tiene se lo hago grati...”. “¡Ja, yo le hago un par de pibes más...!” agregó El Japo. “Bueno, pará...” dijo Chelo. “Ya van a venir eso puto...”. Tomó otro trago y siguió el relato: “Entonce agarré el equipo, la compactera y los bafles y fui... Estaba lindo... Al principio puse unas cumbia santafesina, y despué largué con todo el ró y me puse a bailar con la cuñada de Zapata, un camión la mina esa... Estaba un amigo de Poca Vida, uno alto todo tatuado ¡Que no sabé cómo la descose el chabón! Pini, le dicen... Se patea todo... Hasta ahí veníamo fenómeno con la pista, meta ró y ró, Bill Haley, Jerry Lee Lewis, Nancy Sinatra, toda la música que pasa el gordo Locazale en el programa que tiene en FM Espacio...”. “Botas Locas” agregó El Japo y encendió otro cigarrillo. “Sí... ¡Que buena audición esa! Estabamo como queríamo, puro ró y birra, pero en eso, medio que se enculó la pibita, la Melany porque estaban los compañero del colegio y quería cambiar la música... ¡Pero yo paso esto! ¿Me entendé Japoné? Y ahí me cae un gil con un par de compac y me dice que deje, que pasa él... ¡Ni en pedo hermano! le digo... ¡Poné los Wachiturro! me grita la pendeja, entonce vino la Yolanda y medio que lo tuve que dejar al pibito que ponga esa mierda... ¡No sabé lo que es eso! Empezaron a moverse como si tuvieran epilesia, te juro por Dió, Japoné... Chingui-Chingi, Chingui-Chingui, con eso todo el rato y yo ya estaba medio en pedo y seguí tomando, una birra, dos birra... Habiá un gil, petiso, orejón, con el pelito rapado y un mechoncito teñido, medio puto parecía... Pero resulta que era el noviecito de la Melany... Estaban todos vestido iguale, pero a ese que me miraba medio torcido le agarré bronca. Se hacía el lindo el muy pelotudo. Y yo me tomé un par de birras más y estaba para entrarle a la Yolanda con eses teta que tiene, pero estaba Zapata en perro guardián... Y los borrego saltando con esa mierda. Hasta que me cansé y apagué el equipo y se me vinieron al humo como veinte guacho... Prendí de nuevo y puse Noa Noa de Juan Gabriel y me sale de la nada el petisito orejudo y me grita ¡¡¡Poné los Wachiturro!!! ¡Viejo choto! ¿Qué Wachiturro? ¡La reconcha de tu madre! le grité yo y le revolee la botella y entré a repartir mano para todo los wines. Enseguida se metió Zapata y quedó todo ahí... ¿Vo sabé que no me metieron ni una los pibito? Al petisito orejudo le saltó chocolate de la napia”. “¡Ta bién Compadre! ¡Por atrevido!” dijo El Japo, frotándose las manos. “Sí, pero parece que el guachito ése es el hijo del Concejal Avilés...” comentó Chelo con resignación. Reacomodó la 22 en su cintura y suspiró. “Ya van a venir... Vas a ver Japoné...”. Entró a buscar otra cerveza y subió el volumen del equipo. Sonaban bien fuerte los Dire Straits con Sultanes del Ritmo.


Texto: Sebastián Pandolfelli. Lanús, 1977. Es músico y escritor porque cuando se dio cuenta ya era tarde. Toca en Los Barriletes Cósmicos y en Dos Cachivaches. Produjo y condujo algunos programas de radio sin trascendencia. No sabe manejar ni jugar al fútbol. Publicó "Rocanrol" (2008 Ed. Funesiana). Tiene inéditos “Choripán Social” que circula en fotocopias y “Diamante”. Es discípulo de Alberto Laiseca. Trabaja en una ONG de Defensa del Consumidor.


Foto: María Paz Germán

martes, 10 de enero de 2012

Quedate hasta el día, Ioshua



Aldo se despertó y cuando abrió los ojos el mundo se le antojó enteramente nuevo. Se quedó quieto solo mirando el techo. Hasta el aire y la luz que entraban suave por la ventana le parecían con un fulgor inaudito. Una energía vital resplandecía en cada rincón donde mirara. Todo estaba en calma. Renovado.

Respiraba y disfrutaba el perfume inaugural de las sabanas revueltas.
Miró a su lado y allí dormía profundamente desnudo Germán.

Aldo se levanto muy sigilosamente de la cama y miró la piecita donde había despertado. Una habitación sencilla donde vivía Germán. Quedo de pie desnudo en medio de la habitación mirando allí las ropas tiradas, las fotos familiares en cuadritos, juguetes de niño y banderines de Atlanta.
Aldo seguía sintiendo esa vibrante sensación de novedad. Algo en lo profundo de su cuerpo lo hacia sentir en su piel un sentimiento de frescura profundamente claro.

Germán apenas si giró y seguía durmiendo como un bendito.

Aldo miró una vez más al pequeño alrededor y se detuvo en el cuerpo natural de Germán desnudo y calmo entre las sabanas. Aldo quedó fijado en ese cuerpo durante un rato.

Germán era un muchacho remisero del barrio donde vivían ambos. Un joven muy amable y simpático de 32 años que alquilaba una casita donde vivía y habitualmente recibía a sus amigos y su hijo, cuando su ex mujer se lo traía algunas tardes.
Un buen chico de barrio, trabajador y respetado. Con amigos y novias, un auto que era su trabajo y su colección de banderines de Atlanta.

Aldo se quedó disfrutando de su vista un poquito más pero… ¿que debía hacer ahora? él nunca había estado con otro hombre y no sabía como continuaban estas cosas entre muchachos, pues en sus 19 años todas sus relaciones fueron con chicas y ellas solo cogían y se iban sin más. Pero ahora había despertado junto a quien compartió una noche de sexo ¿Qué debía hacer? Como debía comportarse? ¿Debía irse en silencio y ya? ¿Debía volver a la cama y esperar que Germán se despierte? ¿Debía despertar a Germán para irse? ¿Debía decir algo? ¿Debía hacer como si nada hubiera pasado? No lo sabia… y aun así estaba calmo, algo expectante incluso.

Aldo y Germán eran conocidos del barrio, tomaban de vez en cuando algunas cervezas con otros amigos en ronda y por esas cosas inexplicables anoche Germán que estaba con el auto le ofreció llevarlo a Aldo a su casa si no le molestaba, Aldo aceptó por supuesto y en el camino charlaron y rieron mas. Cerca de la casa de Aldo estaba la casa de Germán que quedaba de paso, Germán quiso bajar a buscar algo importante para él y seguirían camino, Aldo asintió.
Germán entro en la casa y tardó un momento, Aldo lo esperaba en el auto. Sale Germán y le dice que no encuentra eso que busca, que baje del auto y entre a la casa mientras el busca mejor. Aldo dijo “esta bien”.

Entraron a la pieza y Germán revolvía entre sus cosas buscando quien sabe que. Charlaban pero ya en un tono menos estridente, casi intimo. Empezaron a compartir algunas palabras cómplices y así sin ninguna razón aparente se acercaron y en un instante de silencio se besaron y se dejaron caer recostados en la cama. Todo tan nuevo e inexplicable para ambos. Algo confundidos pero enloquecidamente ansiosos, Aldo y Germán cogieron toda la noche descubriéndose a sí mismos.

Aldo volvió a la realidad de la pieza de Germán y entre dudas y recuerdos de lo de anoche. Inspiro hondo disfrutando el aire y volvió muy en sigilo a la cama y se abrazo al pecho de Germán, que lo recibió con una sonrisa adormecida y lo apretó suavemente entre sus brazos, y ambos entre tanta naturalidad en la humildad de la pieza parecían  descansar en un mundo enteramente nuevo.


Texto: Ioshua, artista, poeta, dj, músico, productor, dibujante, artista plástico, diseñador gráfico, etc. Más sobre Ioshua

Foto: Talleres de Fotografía Barrio Piedrabuena (coordinado por Pablo Vitale)


martes, 3 de enero de 2012

Gol a gol, Marcelo Guerrieri



Roni señalaba la hilera de lecops, pesos, patacones:
—¿Qué jugamos?, ¿a la pelota o al Estanciero? 
—¿Vos qué trajiste?
Sacó una lata de atún y un billete de dos pesos.
—Dale, va.
Guardaron el pozo abajo de una remera que hacía de poste.
—A doce. Partido, revancha y bueno.
Al minuto estaba rodando la pelota. Catrasca, al arco, entonado, las adivinaba todas. Iban por la revancha cuando empezaron a sonar las cacerolas (naaa, ¡calesitero!... pasála... va... acá, ca... mordéle, mordé... Uh... punta, va, ¡punta!, ¡solo!, acá, ca... ¡oool!). Ocho a siete. Cae el sol y se prenden los focos de la luz. La gente en procesión a Plaza de Mayo y ahí la cosa cada vez más caldeada por las cacerolas y los gritos mientras el Roni la lleva como atada, lo marca el Momia que sabe que no llega a cruzarlo y entonces larga el guadañazo; pero el Roni salta  esquivando el golpe, hace rebotar la pelota contra la reja y queda solo frente a Catrasca, que estira el brazo, agazapado, se toca la gorrita; el Roni pega abajo y aunque está claro que se fue muy alto discuten si entró o si pasó el travesaño que cada cual imagina según le conviene; para escucharse tienen que gritar porque las cacerolas son cada vez más y no paran; cuesta encontrar la pelota entre toda esa gente. Empatados. No hace falta que digan nada. Siguen a diferencia de dos. Catrasca sale jugando. Ninguno desempata y el partido no termina nunca. Un helicóptero pasa como una exhalación  mientras el Roni la pide pero no hay manera de oírse entre el griterío, un avispero, un hormiguero reventado, el golpe de metal contra metal pica en el aire. Catrasca se saca la remera, están todos en cuero (uh, acá, ca, que se vaaayan tooodos, pasá, que no queeede, dale, va, ni uno sooolo, acá, ca, uuuh, ¡pasala, Momia!); corre gente para todos lados y la cosa se desmadra; el Roni manotea la remera como puede; la pelota la rescata el Momia, y entre los gases y los tiros cada uno se pierde para un lado distinto. El Roni va por Avenida de Mayo, cruza la 9 de Julio, no puede creer toda esa gente (el eeestado de sitio... quereeemos... se lo meeeten... comer); lleva la remera apretada en el puño, un bollo de monedas, billetes de todos los colores, la lata de atún; en la plaza un tipo se trepó al mástil, descuelga la bandera y la sacude en el aire, allá en lo alto. Cantan el himno. Explotan gases lacrimógenos. Roni se escapa por Defensa. Corre doblado, llorando, largando arcadas. Escucha tiros. Viene gente desde todas las esquinas. Llega a lo de Catrasca y ya están todos en la puerta. Abre el bollo. No se le escapó ni una moneda. Los vecinos prendieron un fuego en la calle. No pasan autos pero sí un montón de gente a los gritos que va para la plaza. Arman los arcos y arranca el bueno. Los vecinos alentando. No van a parar hasta que alguno se lleve el pozo, gol a gol, la pide el Roni (¡pasala, Momia!, punta, va...). La pelota sobre el empedrado. Arriba el cielo rojo y la humareda.

Texto : Marcelo Guerrieri
Foto: Nicolás Zonvi