Íbamos todos los meses.
Al llegar a la bóveda —la casita, le decía
yo— mamá me daba las flores porque necesitaba las manos libres para enfrentarse
a esa cerradura “maldita” con la que intercambiaban sus neurosis durante unos
segundos, minutos a veces. Luego empujaba la puerta pesada, que yo percibía
inamovible sin haberla tocado jamás. De adentro salía un olor a polvo, humedad
y podredumbre que me golpeaba como la peor de las noticias. Mamá tomaba de
nuevo las flores, y yo me quedaba con las de mis vestidos, que eran las únicas
que me gustaban. Antes de meterse en la casita me ordenaba que me quedara por
esa calle, ahí donde pudiera verme, aunque sabía que sería imposible porque al
desaparecer en la bóveda ya no tendría forma de controlarme. Entonces sí, ni
bien tenía vía libre, me iba hasta la esquina y doblaba. Ahí estaba papá. Nos
dábamos un abrazo y un beso y empezábamos a jugar. Si ese día había llevado la
soga, le mostraba mis progresos en los saltos. Después, si la jornada no era muy
calurosa, corríamos una carrera hasta la otra esquina, o si no nos limitábamos
a caminar de la mano repasando los carteles de las otras casitas; los “Lecouna”
o la “Familia Guerrero” o “María del Carmen Puente” —“tan solitaria,
pobrecita”, decía papá— y toda la seguidilla de nombres que terminé aprendiendo
de memoria y en orden, como el tío Omar que recitaba las formaciones de esos
equipos de fútbol que él sabía. Al rato volvíamos a la esquina y nos
despedíamos con una sonrisa que borraba todo el entorno. Más de una vez estuve
a punto de pedirle que me acompañara a la casita, pero algo en él me invitaba a
callar. Feliz por el encuentro, ilusionada ya con la próxima visita, me sentaba
en el escalón de la entrada, donde enrollaba mi soga o alisaba las flores sobre
mis piernas. Enseguida aparecía mamá, toda maquillada de blancura y tristeza.
Cerraba la puerta con menos trámite que en la apertura y, sin falta, se
acomodaba el peinado. Su mirada rebotaba en la mía para perderse luego en
cualquier otra cosa. Me daba la mano apretando bien fuerte, afianzando el lazo,
y nos íbamos juntas; otra vez solas.
Texto: Fernando Figueras
Foto: Mimí Cortes
No hay comentarios:
Publicar un comentario