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martes, 31 de enero de 2012

Dos son soledad, Fernando Figueras



Íbamos todos los meses.
Al llegar a la bóveda —la casita, le decía yo— mamá me daba las flores porque necesitaba las manos libres para enfrentarse a esa cerradura “maldita” con la que intercambiaban sus neurosis durante unos segundos, minutos a veces. Luego empujaba la puerta pesada, que yo percibía inamovible sin haberla tocado jamás. De adentro salía un olor a polvo, humedad y podredumbre que me golpeaba como la peor de las noticias. Mamá tomaba de nuevo las flores, y yo me quedaba con las de mis vestidos, que eran las únicas que me gustaban. Antes de meterse en la casita me ordenaba que me quedara por esa calle, ahí donde pudiera verme, aunque sabía que sería imposible porque al desaparecer en la bóveda ya no tendría forma de controlarme. Entonces sí, ni bien tenía vía libre, me iba hasta la esquina y doblaba. Ahí estaba papá. Nos dábamos un abrazo y un beso y empezábamos a jugar. Si ese día había llevado la soga, le mostraba mis progresos en los saltos. Después, si la jornada no era muy calurosa, corríamos una carrera hasta la otra esquina, o si no nos limitábamos a caminar de la mano repasando los carteles de las otras casitas; los “Lecouna” o la “Familia Guerrero” o “María del Carmen Puente” —“tan solitaria, pobrecita”, decía papá— y toda la seguidilla de nombres que terminé aprendiendo de memoria y en orden, como el tío Omar que recitaba las formaciones de esos equipos de fútbol que él sabía. Al rato volvíamos a la esquina y nos despedíamos con una sonrisa que borraba todo el entorno. Más de una vez estuve a punto de pedirle que me acompañara a la casita, pero algo en él me invitaba a callar. Feliz por el encuentro, ilusionada ya con la próxima visita, me sentaba en el escalón de la entrada, donde enrollaba mi soga o alisaba las flores sobre mis piernas. Enseguida aparecía mamá, toda maquillada de blancura y tristeza. Cerraba la puerta con menos trámite que en la apertura y, sin falta, se acomodaba el peinado. Su mirada rebotaba en la mía para perderse luego en cualquier otra cosa. Me daba la mano apretando bien fuerte, afianzando el lazo, y nos íbamos juntas; otra vez solas.

Texto: Fernando Figueras
Foto: Mimí Cortes


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