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miércoles, 30 de enero de 2013

Úrsula




¿De qué te reís? ¿Superestrella? ¿Mujer Maravilla? ¿Reina de la carroza? ¿La que se ganó la rifa? ¿La que pegó el mejor lomo de todas? ¿La caribeña? ¿La ricotona? ¿La morocha? ¿La Negra? ¿La que pinta para revista? ¿La misma que le chupó la pija al profe de gimnasia en la escalera que bajaba al laboratorio de Química? ¿El profe que cuando te acercabas a deletrearle tu apellido daba un pasito hacia atrás para que no lo contagiases? ¿El profe que te quería sacar aunque más no sea buen arquero? ¿El profe que los ponía en fila y les decía “libertad no es libertinaje”? ¿Ese? ¿El que la semana siguiente a la mamada te mató haciendo 100 lagartijas para ver cómo se te metía el lompa en el orto o para castigarte por lo que él mismo te había pedido? ¿Sos vos? ¿El gronchito del curso? ¿El que descorchó con el bastón de un boy scout en el campamento marista del 85? ¿Y ahora? ¿Sos una bandera? ¿Sos chilena o te hacés? ¿De qué te reís? ¿Sos divertida y decís fuck you muchas veces seguidas para usar de una puta vez los siete años de Cultural Inglesa? ¿Cómo dijiste qué te llamabas? ¿Úrsula? ¿Úrsula qué? ¿Úrsula Vargues? ¿Úrsula Andress? ¿De qué te reís? ¿Úrsula sola? ¿Te gustan los nombres pero no los apellidos? ¿No te gusta deletrear apellidos? ¿Te cansa? ¿Preferís solo el nombre, como los huracanes o los tornados? Katrina, Irene, Mitch.
Claro que sí, mi amor. Úrsula también podría ser un huracán.


Texto: Alejandra Zina  nació en Buenos Aires en 1973. Publicó la antología "Erótica argentina" y, en co-autoría, la compilación "En primera persona". Correspondencia argentina en dos siglos. Tiene editado el libro de cuentos "Lo que se pierde". Ha publicado cuentos, notas y reseñas en diversos medios nacionales y españoles. Actualmente colabora en la revista Ñ y en la sección Cultura del diario Clarín. Coordina talleres de escritura en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica y es una de las organizadoras del ciclo Carne Argentina de lecturas en vivo. En 2011 publicó su primera novela, "Barajas", por el sello Plaza&Janés.

Foto: Ricardo Watson es historiador, fotógrafo, cronista de viajes y uno de los Directores de Eternautas.


lunes, 10 de diciembre de 2012

El viaje de los barcos



Levanta el tubo. Tiene uno de esos teléfonos antiguos, la mano duda antes de marcar. Chequea con cuidado el orden de los números.  
Aguarda. El tono de espera y, finalmente, el chasquido que indica que al otro lado hay alguien, que contestan, que la búsqueda fue próspera.
—¿Hola?  
—Hola —repite, emocionado.
—¿Sí? 
—¿María?
—¿Quién habla?
—No me conoce… me llamo Sergio Ansalvo.
Es verdad, no lo conoce. 
—La llamo por su muestra…
El dato tranquiliza a la mujer. La ayuda a ubicarlo en un lugar. Desde allí puede empezar a etiquetarlo: familiar, amigo o conocido.
—¿Sí? —necesita saber más.
—Pasé el miércoles y quería decirle que me gustó… mucho.
—Le agradezco, me alegro —hace una pausa, la adula lo que está diciendo pero igual sospecha—. ¿Cómo consiguió mi número?
—Internet —responde con naturalidad. 
—Claro… —piensa que tiene que borrar su nombre de la guía, quitarlo de las páginas doradas, o amarillas, no recuerda. 
—Espero que no le moleste…
—No, no… —miente.
—Lo que pasa es que necesitaba decirle… necesitaba contarle… 
La niebla atraviesa el relato del hombre. 
—…lo que me pasó con sus barcos.

Los barcos. Esas construcciones que ahora reposan sobre columnas blancas en la galería. Los visitantes pasan, se detienen, los llaman arte. Justamente esa mañana había estado pensado en lo curioso que le resultaba eso. Ahora admiran sus obras, las compran. Y para ella… para ella son otra cosa, fueron la manera de hallar el camino después de los horrores. 
Cuando un hijo se queda sin padres se lo llama huérfano. Cuando una madre se queda sin hijo, ¿cómo se la nombra? 
Sin pensarlo, en la amargura de la pérdida, había empezado a juntar cosas. Cosas que encontraba, solas como ella, abandonadas, oxidadas, rotas. En la calle, en las esquinas, en las sombras. Las había acumulado por toda la casa. Había creado un escenario acorde a sus adentros.
Una tarde apiló una lata sobre otra, y se alejó, y pensó en un faro en una playa lejos donde el frío fuera tal que se le helara el alma. Y sonrió, y lloró un llanto bestial, salobre, un llanto viejo. Mientras apilaba, lata sobre lata, metal sobre metal, rejas, palos, tuercas. El caos se volvió orden. Un orden nuevo, donde los faros la guiaban a playas de amnesia, de olvido necesario, de perdones. Y aparecieron barcos y más faros, y en alguno de esos barcos se fue alejando todo, el tiempo, los recuerdos, el dolor que no le permitía respirar. 
—…me gustaría darle algo —dijo el hombre.
María reconoció la bruma que atravesaba su voz. Era la misma que la atravesaba a ella.
—¿Qué? 
—Un regalo. ¿Va a estar en la galería en algún momento?
—El sábado a la tarde.
—¿Le molesta si paso?
—No, no.
—¿A qué hora?
—Generalmente voy a eso de las cinco.
—Será el sábado a las cinco, entonces. Hasta luego. 

El sábado a las cinco María está junto a sus faros. No puede terminar de comprender que fue ella quien los hizo. Recuerda haber ensamblado las partes, modelado formas, pero siente que no le pertenecen. Son, gracias a ella, pero sin ella. 
—¿María?
Sergio es grande, de altura y de edad. Tiene una expresión amable.
—Hola.
Se miran queriendo reconocerse. Él le pide que se acerquen a un barco que está hecho con resortes. María recuerda el día que los encontró. Una mañana fría, a tres cuadras de su casa, contra un árbol.
—Pasaba por acá, el miércoles pasado… —cuenta—, y me llamaron la atención sus obras… y cuando llegué a este… —hace una pausa y los ojos se le llenan de agua—. Yo fui colchonero, ¿sabe?

María no mira su obra. Lo mira a él. Él es una obra bella, sencilla, luminosa. Una obra de manos temblorosas y corazón frágil. Lo observa buscar las palabras que no encuentra. Los resortes-barco habían desatado los nudos. A ella la alejaron, a él lo llevaron de regreso.
Después de un rato Sergio abre la bolsa que aferra con cuidado. Le explica que, a veces, hace artesanías y le da una rama pegada a una base de madera.
—La encontré el otro día. Tiene forma de pájaro.
María la investiga. 
—No la tallé. La encontré así, con esta forma. Me gustó tanto que quiero que la tenga. 
María sonríe. Sonríe de boca y sonríe de alma, porque le parece ver que el barco de resortes vuelve, esta vez, trayendo algo. 
—Es verdad —dice, y se maravilla—. Tiene forma de pájaro.

Autor: Victoria Bayona
Objetos: "La Travesía Interior", de María Luz Ras, hasta el 16/12 en exhibición en el Centro Cultural Recoleta. 


jueves, 5 de julio de 2012

Frío




Tarde en la madrugada salí al frío, la siberia paciente del balcón, a revivir el espíritu con un trago de la noche filosa como un corto de aguardiente. Estaba demasiado acostumbrado a la modorra de creer saber casi todo de mí. Miré hacia arriba y las estrellas eran tajos que manaban carradas de aire helado, puntadas de una costura que vivimos combatiendo con hogueras heredadas. ¿Por qué acepté? ¿Por qué dije: no? Miré hacia el oriente de los techos y una tropa de nubes fosforescentes volvía de su jornada de exilio. La ciudad va a estar sitiada. Otra vez.

Texto: Julián López
Foto: Sebastián Rocotovich

miércoles, 28 de marzo de 2012

La Casa, Cecilia Ferreiroa



Me dijeron que me fuera lo más lejos posible de su vista. Me dieron unos pesos.
Yo no tenía adónde ir. Me metí en una casa rodeada de árboles y caminos. Estuve un tiempo ahí. Fue un período extraño en mi vida. Me sentía un despojo humano. Me habían dicho que era una mal nacida, y yo sentía que debía estar fuera del mundo. Pero al irme de esa casa, había cambiado.
Cuando la vi pensé que nunca podía estar más aislada que en ese lugar entre los árboles y por donde pasaban autos a toda velocidad. A las pocas personas que pasaban caminando las miraba desde la ventana con cara de pocos amigos.
Durante el día no hacía ruido porque había movimiento en la casa. A la noche estaba tranquila y encendía una radio que había encontrado. En la radio hablaba un cura, o un pastor. Yo lo escuchaba con una atención beatífica. El cura decía “hijos míos”, y a mí eso me hacía sentir especial. También decía todo el tiempo “el camino del señor” y “los descarriados que el señor quiere acoger en su seno”. Eso me daba esperanzas.
La ventana por la que había entrado permanecía rota, así que durante las noches podía salir libremente. Compraba algunas cosas para comer por los alrededores.
A la mañana la gente de la limpieza pasaba cerca. Las escuchaba hablar. Hablaban de alguien a quien llamaban “la empastillada”. Al parecer ella era la que les daba órdenes, y la odiaban. Según una, estaba ensañada con ella y la mandaba a limpiar los inodoros con satisfacción. También hablaban de un “viejo cara de galleta” y de una a la que le decían “la marmota”. Por lo que se escuchaba las únicas personas normales de la casa eran ellas. Cuando hablaban de los otros se reían con una risa que era una mezcla de alaridos y silencio. Primero salía el alarido y después se cortaba abruptamente como si se abriera un acantilado. Me sorprendía mucho esa risa a la que le faltaba la continuación.
Un día escuché a alguien que les decía con voz pastosa pero autoritaria si habían limpiado el cuartito de cosas rotas. Enseguida me di cuenta de que ese cuartito era donde estaba yo. Ellas le respondieron con un sí rotundo. Yo podía dar fe de que ahí no había entrado nadie a limpiar nada. Me dio miedo que lo hicieran y me mantuve escondida, pero nadie entró en todo el día. Ese cuartito parecía estar aparte, como adosado a la casa y sin lazos con ella.
Esa noche el cura estaba enojado. Algo había pasado. Hablaba de los descarriados, de los que eligen el camino del mal y de cómo los esperaba el infierno. Yo me estremecí.
Más tarde cuando caí dormida, soñé con algo que debía ser el infierno y sentí que ya no tenía esperanzas. Me despertaron las voces ya entrada la mañana. Contaban que la marmota había perdido unos papeles y la empastillada estaba furiosa. Como consecuencia de su furia había mandado a una a limpiar los tachos de basura y los pisos del baño. Las compañeras trataban de consolarla. Ninguna le ofrecía hacerlo por ella.
Esa noche el cura no habló por la radio y sentí un vacío tremendo. Necesitaba saber qué había sido de los descarriados. Por la ventana vi las calles y las veredas desoladas. Después miré hacia las torres de enfrente. Sólo había algunas pocas luces prendidas. Sin nadie pasando, todo parecía una imagen congelada. La noche se cerraba sobre sí misma y me dio miedo salir a la calle. Me quedé en mi cuarto y comí las sobras que tenía.
Al día siguiente las de limpieza contaban entre risas apagadas que el viejo le había cobrado a un visitante el doble de lo que costaba la entrada. Seguro que para comprarse la petaquita, dijo una. Se dispersaron velozmente cuando se oyó la voz pastosa cerca.
Durante el día me quedaba en estado vegetativo para no hacer ruido. Mi panza era una sinfonía desafinada. Esperaba ansiosa la noche porque había descubierto una heladera con comida y a veces no tenía que salir a comprar. Comía un poquito de cada cosa. Algo habían notado porque el viejo andaba acusando a todo el mundo. En especial sus sospechas habían caído en una de las de limpieza. Ella con voz llorosa le decía a sus compañeras: que sea gorda, no me hace ladrona.
El cura había vuelto a adoptar su voz serena y comprensiva con los descarriados. Decía que todos tienen una oportunidad de encontrar el camino. Empezó a dar nombres. Con cada nombre decía la palabra “descarriado”: descarriado Walter, descarriado Carlos, descarriada María Angélica. Yo lo escuchaba con el corazón palpitante, muerta de terror, porque pensaba que en cualquier momento iba a decir mi nombre. Finalmente dijo que todos ellos habían retomado la senda del señor. Sentí una alegría que nunca había sentido antes. Eso me dio un sueño relajado y reparador.
Al día siguiente todo empezó agitado. Las de limpieza comentaban que en un museo se le había caído un pedazo de cielo raso en la cabeza a una compañera mientras limpiaba un pasillo. Una de ellas la conocía y comentaba que se había quedado agarrada de la escoba, con la cabeza blanca de yeso, inmóvil del pánico y del boleo. Exigían cascos para trabajar.
Ese día pasó con muchas voces y ruido de pasos por todos lados. Yo me quedé como una estatua. Tenía miedo de que con el revuelo se acordaran de ese cuarto olvidado. Siempre me pareció que las situaciones extraordinarias eran las más peligrosas.
El cuarto donde estaba tenía algo especial. Se acumulaban el polvo y las cosas rotas. Nadie entraba a reparar nada ni a tirarlas. Al parecer el estado que habían alcanzado era eterno e inamovible. En esos días largos de quietud me pareció que yo también me estaba convirtiendo en una cosa inservible y eterna. No estaba segura de si eso sería el camino del señor o del infierno. Pensé que algo bueno tenía que hacer para redimirme y cuando todos se fueron me puse a limpiar los baños. El estado en el que estaban era deplorable, infecto. Tomé esa tarea como el camino de mi redención y la hice cada noche. La empleada a la que siempre mandaban a limpiarlos, iba sin demora cuando la jefa, con satisfacción, la mandaba. Se quedaba un buen rato ahí y después volvía a reunirse con sus compañeras. Nunca hacía ningún comentario sobre el estado reluciente y aséptico en el que los encontraba cada vez. Después de días de esa limpieza profunda dejé la casa y nunca más volví.


Texto: Cecilia Ferreiroa  nació en La Plata. Vivió su infancia en México y el resto de su vida en Buenos Aires. Estudió Letras en la UBA. Da clases de español y de literatura.

Foto: María Paz Germán





martes, 13 de marzo de 2012

Juramento, Florencia Fragasso




Lo veo desde unos metros antes, cuando voy llegando. Disimulo. Está casi todo como lo dejé ayer. La obra avanzada, los marcos de arriba colocados, la parecita del lateral a medio terminar con el revoque a la vista, algunos ladrillos en el suelo, las bolsas de material, las colillas que tiran los obreros.

Vengo a coordinar el trabajo de hoy, la eficiencia de los albañiles depende de la firmeza de mi ojo, me coloco el casco amarillo achatando el rodete, hundo sin querer queriendo el taco de la bota en el cemento todavía fresco.

Para el martes tenemos que tener todo listo.

Miro de nuevo, trato de no ver, pero está ahí, aunque inmóvil. No puede ser.

Me fuerzo a pensar en los azulejos que hay que conseguir, son medio raros pero los voy a encontrar.

Ahí empiezan a llegar todos, bajan del bondi, ¿ya se habrán dado cuenta? Disimulo.

Calor mucho calor estoy sudando. Tengo planillas en la mano y el blackberry. Los tres de Varela llegan 6 minutos tarde, lo anoto.

No me imaginé esto cuando dijo que me iba a seguir hasta cualquier parte. Te lo juro, dijo. Que no me iba a deshacer de él así de fácil. Que iba a transformarse en mi peor pesadilla, en mi sombra.

¿Qué van a decir ellos? ¿Lo irán a patear? No veo no me doy cuenta de nada no registro. 

No, ni idea qué es. Descarguen esas bolsas ahora, ustedes tres sigan picando el muro. 

Vamos que el martes terminamos, dejen de boludear y laburen.

Siento cómo el labial se me corre por las gotas que chorrea mi cabeza, el pelo apelmasado bajo el casco es una sopa, voy a perder el equilibrio.

¿Estará muerto o sólo quieto? Todos ya se acercan y lo rodean, hacen bromas, preguntan. 

Me estoy por caer redonda al piso, veo cómo uno de los de Varela le pega el primer puntapié.


Texto: Florencia Fragasso nació el 27 de febrero de 1975. Se crió en Banfield, provincia de Buenos Aires. Estudió Letras en la UBA. Publicó poemas y traducciones de poesía en las revistas Tsé-tsé, Vox, Hablar de poesía y Pisar el césped. En 2004 publicó la plaqueta Poemas de la observatriz en la colección Arte Plegable, con ilustraciones de Bernardo Zeissig. En 2005 publicó el libro Extranjeras, editorial Gog y Magog. De próxima aparición Sinestesia en Ediciones Presente.

Foto: Sandra Guascone


viernes, 17 de febrero de 2012

Autoayuda, Marcelo Guerrieri




                —Es raro porque estamos con mi hermana, la mayor, en un lugar amplio, un salón.
                —Aha.
                —Parece un galpón abandonado.
                —¿Y qué hay en ese galpón?
                —Hay un tablero de ajedrez en el medio. Estamos solas. Un foco ilumina desde arriba. El resto es todo oscuro. Raro que esté todo oscuro, ¿no?
                —Y qué más...
                —Estamos enfrentadas. Es un tablero muy grande, del tamaño de una mesa. Vamos jugando y las fichas son enormes. En realidad las fichas de mi hermana son chiquitas y las mías son enormes, me cuesta un montón moverlas, sobre todo la Reina, es la ficha más grande de todas.
                —Aha.
                —Ella me come una ficha, y entonces yo me saco una prenda; cada vez que ella me come una ficha yo me saco una prenda, así hasta que quedo en ropa interior. De pronto hay mucha gente, hay tribunas, y a mí me da mucha vergüenza estar así en medio de toda esa gente.
                —¿Qué sensación tenés?
                —De angustia.
                —Aha.
                —En el pecho, en el estómago; mucha angustia.
                —¿Entonces?
                —Me visto otra vez. Y ahora todo ese galpón está bien iluminado. El tablero de ajedrez se transforma. Cada casillero se convierte en un libro. El piso es como una alfombra pero de tela de jean. Es la feria del libro. Todos los años vamos con mi hermana a la feria del libro.
                —...
                —En lugar de estar enfrentadas, ahora cada una está en una esquina, en diagonal... Lo que más me llama la atención es que estamos las dos muy tranquilas. La imagen la veo desde arriba. Hay, cómo decirlo, un equilibrio en toda la imagen. Mi hermana y yo leyendo, cada una en una esquina...
                —¿Y qué libros hay en la mesa?
                —Libros de autoayuda. Mi hermana agarra uno cualquiera. Yo hago lo mismo. Y entonces miro el libro que abrí y leo una frase.
                —¿Qué dice?
                —"Vive la vida como si cada día fuera el último".
                —Aha. ¿Y esa frase qué te produce?
                —Nada. No sé. Lo mismo que me pasa siempre con los libros de autoayuda. Te dicen cosas con las que todos estamos de acuerdo, pero claro, es fácil decirlo, pero cómo lo hacés...
                —Aha.
                —Después miro a mi hermana. Ella deja el libro. Yo hago lo mismo. Y entonces la mesa se transforma. Ahora es un ring de boxeo. Cada una en una esquina. Pataleamos sobre los libros y en vez de pegarnos con los puños, nos pegamos con las carteras. Nos damos carterazos.


Texto: Marcelo Guerrieri
Foto: Nicolás Zonvi
               

lunes, 6 de febrero de 2012

Norteamérica, Cecilia Navesnik


Decime, nena… ¿termina acá la exposición de fotografías? Norma me dijo que había algo nuevo en el centro cultural, y como el oculista me pasó el turno para la semana que viene, me vine para acá. Pero los cuadros son tan chiquitos, y están un poco altos. Con el tema de las cervicales no puedo estar tanto tiempo mirando para arriba. El fotógrafo debe ser un muchacho alto… ¿o es una chica? Si es una chica debe ser altísima. Debe ser como la nieta de Alicia. Qué chica alta ésa, está estudiando bachiller, pero con una especialidad para ser maestra… ¿O era comercial? Todavía no se acostumbra a su altura. Es una altura reciente, comprendés. Está creciendo y todavía no sabe bien cómo manejar el cuerpo. Eso pasa…
Uff… salir a la calle con este calor. Antes no hacía este calor en Buenos Aires, el verano no era tan caluroso, no. En cambio los inviernos eran mucho más fríos. Todos teníamos sabañones en esa época. Vos no debés saber lo que son los sabañones, ¿no? Mejor, nena. Jajajajaja. Yo tendría que ver dónde están los baños, tendría que pasar por el baño antes de volver a mi casa. Son casi siete cuadras, comprendés. Y con este calor voy despacio y me llevan tiempo. Además en el camino tengo que pasar por lo de Ángela. Hoy la llamé y no la encontré, pero ayer cuando hablamos…yo había terminado de mirar la novela cuando hablamos. Esa novela nueva con este chico tan buen mozo, el morocho… ¿cómo es que se llama? Ay…bueno. Es la misma historia de siempre, pero yo me entretengo. Además esas casas que muestran, ¡qué casas! Después la llamo a Ángela, y si no la vio, yo le cuento lo que pasó. Así al día siguiente entiende todo. En realidad no precisás verla todos los días para entender, se entiende igual, pero es mejor si le cuento. Y hablamos de las casas y del muchacho éste.
Hoy cuando pase por lo de Ángela me tiene que dar unas telas que le pedí. Resulta que la hija va seguido al Once y le compra telas. A Ángela le gusta coser. A mí no me gusta tanto, pero algo coso. Y la verdad es que con este calor ir a Once es una locura. Tomar el colectivo… Puedo ir en subte, pero no me gusta mucho el subte. Me siento encerrada, y la gente viene tan agobiada con tanto calor que nadie ofrece el asiento. Son como seis estaciones hasta Pasteur, y ahí tengo que caminar un poco. Prefiero tomarme el colectivo. Pero con este calor… Para ella son las flores, para la hija de Ángela. Porque le pedí que me compre unas telas a mí también y le quiero agradecer el favor. A mí no me gusta tanto coser, pero tengo que cambiar las cortinas del living y está todo tan caro. Éstas hace años que las tengo. Primero tuve las que compramos con mi marido después de casarnos; eran cremita, lo que se usaba en esa época. Pero ésas las cambié hace como quince años ya. Ahora hay tantas cosas nuevas… A la hija de Ángela le pedí a ver si me conseguía algo celeste porque el tapizado que le hice a los sillones tiene un poco de azul. Vamos a ver…
Bueno, nena. Lindas las fotografías, eh. Algunas no entendí bien qué eran, estaban un poco borrosas. Encima me dejé los lentes en casa. Como salí con los anteojos de sol, agarré ese estuche y me olvidé el otro. Pero me gustaron, tenían bastante color. En algunas había gente en ciudades que no parecían Buenos Aires, eso me gustó. Me pregunto dónde serán. Seguro es Europa, o Norteamérica. Qué hermoso…
Vení, tesoro, por favor. ¿No sabés dónde es el baño? Ay… pero qué linda que sos de cerca. Preciosa. Sin los lentes no te veía bien. Jajajajaja. El baño no será subiendo la escalera, ¿no? Si es subiendo la escalera, mejor me siento un poco antes de ir. Por suerte pusieron estos silloncitos acá. Me siento un rato, como en la peluquería. Jajajajaja. Tengo que ir a la peluquería. Le voy a decir a Ángela para ir con ella la semana que viene, el jueves. Ella el jueves puede porque a los nietos los cuida la otra abuela. Ah, no, el jueves no. El jueves tengo oculista. ¿O era el viernes? Bueno, sino le digo a Norma que todavía no tiene nietos y tiene más tiempo. De paso comentamos las fotografías. A ella también le gustó mucho la exposición, sabés. Pero no me dijo nada de los cuadros tan altos... ¿Será Norteamérica? El muchacho que las sacó debe ser altísimo.

Texto: Cecilia Navesnik
Foto: Matías Canelson



martes, 31 de enero de 2012

Chico en monoblock, Pía Bouzas



            Mira hacia abajo. Hacia el patio que comparten los tres edificios, los tres monoblocks de hormigón que se ven ya desde la vía del tren. A él no lo dejan bajar; su mamá especialmente le dice: ni se te ocurra, ni con los otros chicos del piso. Se quedan en el corredor o viendo tele. Con olor a guiso, a pata, no me importa, pero no bajan.
            Igual a veces lo sacan del departamento, le dicen que espere afuera, que tienen cosas que hacer; su mamá se ríe como si le fueran a hacer cosquillas. Entonces mira a ver qué hay; si hay otros chicos, baja; si está solo, mira. Los perros que le entran a las bolsas de basura, los pañales sucios, los sachet de leche; las viejas gordas que les gritan a los pibes de la esquina váyanse a otra parte con esa mierda, los pibes que se manotean el bulto y se les cagan de risa. Él guarda como un tesoro la navaja roja que le afanó a uno de ellos hace una semana, cuando estaban re estropeados y él volvía de la escuela. Fue lo más valiente que hizo en su vida, pero si lo descubren lo revientan, lo sabe. La esconde en una caja de zapatos detrás de su cama, con algunas figuritas del mundial, un collar de perro viejo y unos billetes. Su mamá no limpia hasta el rincón que hace la cama con la pared, lo tiene estudiado.
            Ayer lo raparon por los piojos y hoy le gritan, ¿qué, te agarró la yuta, pendejo? 
            A la noche hay tiros en el barrio, rebotan en el hormigón, resuenan con eco. Nadie se asoma. Ni cuando hay gritos pelados. También él se acostumbra, se tapa hasta la cabeza con la frazada apolillada y sueña. 


Texto: Pía Bouzas
Foto: Taller Fotografía Barrio Luis Piedrabuena, coordinado por Pablo Vitale


Dos son soledad, Fernando Figueras



Íbamos todos los meses.
Al llegar a la bóveda —la casita, le decía yo— mamá me daba las flores porque necesitaba las manos libres para enfrentarse a esa cerradura “maldita” con la que intercambiaban sus neurosis durante unos segundos, minutos a veces. Luego empujaba la puerta pesada, que yo percibía inamovible sin haberla tocado jamás. De adentro salía un olor a polvo, humedad y podredumbre que me golpeaba como la peor de las noticias. Mamá tomaba de nuevo las flores, y yo me quedaba con las de mis vestidos, que eran las únicas que me gustaban. Antes de meterse en la casita me ordenaba que me quedara por esa calle, ahí donde pudiera verme, aunque sabía que sería imposible porque al desaparecer en la bóveda ya no tendría forma de controlarme. Entonces sí, ni bien tenía vía libre, me iba hasta la esquina y doblaba. Ahí estaba papá. Nos dábamos un abrazo y un beso y empezábamos a jugar. Si ese día había llevado la soga, le mostraba mis progresos en los saltos. Después, si la jornada no era muy calurosa, corríamos una carrera hasta la otra esquina, o si no nos limitábamos a caminar de la mano repasando los carteles de las otras casitas; los “Lecouna” o la “Familia Guerrero” o “María del Carmen Puente” —“tan solitaria, pobrecita”, decía papá— y toda la seguidilla de nombres que terminé aprendiendo de memoria y en orden, como el tío Omar que recitaba las formaciones de esos equipos de fútbol que él sabía. Al rato volvíamos a la esquina y nos despedíamos con una sonrisa que borraba todo el entorno. Más de una vez estuve a punto de pedirle que me acompañara a la casita, pero algo en él me invitaba a callar. Feliz por el encuentro, ilusionada ya con la próxima visita, me sentaba en el escalón de la entrada, donde enrollaba mi soga o alisaba las flores sobre mis piernas. Enseguida aparecía mamá, toda maquillada de blancura y tristeza. Cerraba la puerta con menos trámite que en la apertura y, sin falta, se acomodaba el peinado. Su mirada rebotaba en la mía para perderse luego en cualquier otra cosa. Me daba la mano apretando bien fuerte, afianzando el lazo, y nos íbamos juntas; otra vez solas.

Texto: Fernando Figueras
Foto: Mimí Cortes


lunes, 16 de enero de 2012

Rock de pasillo, Sebastián Pandolfelli




En cualquier momento vienen a bardiar esos puto, vas a ver... ¿Te acordá cuando íbamo a patiá ró a Cheers, ahí enfrente de la estación? ¿Y de El Almacén y la otra rockería? ¿Cómo era esa? ¡Elvis se llamaba! Esa estaba buena... Que manera de patiá con las tejana y lo jean blanco ajustado ¿No?”. El Japo sacó un paquete arrugado de Camel, prendió uno y se quedó mirando un punto perdido en el horizonte, como buscando algún recuerdo. “Le sacabamo viruta al piso, le sacabamo... ¡Cuchá, cuchá este tema Japoné...! Jhonny Rivers, Menfis, faaa, se me mueven sola las pata, loco... Este compilado lo compré en la feria el otro día, tá bastante bien, tiene Creedence, Dire Straits, Bonnie Tyler... ¡Pasame un trago que no es micrófono!” dijo Chelo y manoteó la cerveza. “Ponete algo de Omar Shané, o Los Dinos, bó...” dijo El Japo dándole otra pitada al pucho. “No seas hincha pelota Japoné... ¡Acá el disc jockey soy yo!” gritó Chelo y se acomodó la 22 en la cintura. “¡No te calenté Chubby Checker que no pasa nada! No te hagá el pistolero, boludo” le contestó Japo. “¡Coriiinaaaa!” gritó Chelo y escondió el arma entre unos escombros, ahí donde estaban sentados. “Ya van a venir...” suspiró. Al segundo, de la casilla salió una nena: “¿Que pasa?”. “Andá a la heladera y traé otra cerveza...” ordenó Chelo. Corina obedeció al instante, entregó la botella y se metió adentro a seguir viendo dibujitos. “No me pagaron... Pero me traje un cajón” comentó Chelo mientras intentaba destaparla con los dientes. El Japo se la arrebató, la destapó con el encendedor y le pegó un trago. “Yo te hago el aguante compadre, pero... ¿Y cómo fue que empezó el bondi?” preguntó. “Cuchá, Japoné... ¡Aiii guona nooou ifiú ever siii de reeein...! ¡Que temazo, Por Dió! ¿Cómo no les gusta Creedence? ¡Pendejos de mierda! Ya van a venir... Vas a ver...”. Chelo tomó un trago, puso de nuevo la 22 en su cintura y empezó a contar: “Era el quince de la Melany, la más chica de los Zapata, y le hicieron la fiesta ahí en la canchita del Clú, un asado, así algo simple, cuatro, cinco globo, un par de guirnalda y quince cajone de birra, uno por cada año se pagó Zapata, jaja... La cosa que parece que habían contratado un boludo que pone música, pero a último momento le dijo que no venía, entonce vino la madre desesperada a pedirme que pase música yo... Cien peso le dije y la verdá que a la Yolanda, con esas teta que tiene se lo hago grati...”. “¡Ja, yo le hago un par de pibes más...!” agregó El Japo. “Bueno, pará...” dijo Chelo. “Ya van a venir eso puto...”. Tomó otro trago y siguió el relato: “Entonce agarré el equipo, la compactera y los bafles y fui... Estaba lindo... Al principio puse unas cumbia santafesina, y despué largué con todo el ró y me puse a bailar con la cuñada de Zapata, un camión la mina esa... Estaba un amigo de Poca Vida, uno alto todo tatuado ¡Que no sabé cómo la descose el chabón! Pini, le dicen... Se patea todo... Hasta ahí veníamo fenómeno con la pista, meta ró y ró, Bill Haley, Jerry Lee Lewis, Nancy Sinatra, toda la música que pasa el gordo Locazale en el programa que tiene en FM Espacio...”. “Botas Locas” agregó El Japo y encendió otro cigarrillo. “Sí... ¡Que buena audición esa! Estabamo como queríamo, puro ró y birra, pero en eso, medio que se enculó la pibita, la Melany porque estaban los compañero del colegio y quería cambiar la música... ¡Pero yo paso esto! ¿Me entendé Japoné? Y ahí me cae un gil con un par de compac y me dice que deje, que pasa él... ¡Ni en pedo hermano! le digo... ¡Poné los Wachiturro! me grita la pendeja, entonce vino la Yolanda y medio que lo tuve que dejar al pibito que ponga esa mierda... ¡No sabé lo que es eso! Empezaron a moverse como si tuvieran epilesia, te juro por Dió, Japoné... Chingui-Chingi, Chingui-Chingui, con eso todo el rato y yo ya estaba medio en pedo y seguí tomando, una birra, dos birra... Habiá un gil, petiso, orejón, con el pelito rapado y un mechoncito teñido, medio puto parecía... Pero resulta que era el noviecito de la Melany... Estaban todos vestido iguale, pero a ese que me miraba medio torcido le agarré bronca. Se hacía el lindo el muy pelotudo. Y yo me tomé un par de birras más y estaba para entrarle a la Yolanda con eses teta que tiene, pero estaba Zapata en perro guardián... Y los borrego saltando con esa mierda. Hasta que me cansé y apagué el equipo y se me vinieron al humo como veinte guacho... Prendí de nuevo y puse Noa Noa de Juan Gabriel y me sale de la nada el petisito orejudo y me grita ¡¡¡Poné los Wachiturro!!! ¡Viejo choto! ¿Qué Wachiturro? ¡La reconcha de tu madre! le grité yo y le revolee la botella y entré a repartir mano para todo los wines. Enseguida se metió Zapata y quedó todo ahí... ¿Vo sabé que no me metieron ni una los pibito? Al petisito orejudo le saltó chocolate de la napia”. “¡Ta bién Compadre! ¡Por atrevido!” dijo El Japo, frotándose las manos. “Sí, pero parece que el guachito ése es el hijo del Concejal Avilés...” comentó Chelo con resignación. Reacomodó la 22 en su cintura y suspiró. “Ya van a venir... Vas a ver Japoné...”. Entró a buscar otra cerveza y subió el volumen del equipo. Sonaban bien fuerte los Dire Straits con Sultanes del Ritmo.


Texto: Sebastián Pandolfelli. Lanús, 1977. Es músico y escritor porque cuando se dio cuenta ya era tarde. Toca en Los Barriletes Cósmicos y en Dos Cachivaches. Produjo y condujo algunos programas de radio sin trascendencia. No sabe manejar ni jugar al fútbol. Publicó "Rocanrol" (2008 Ed. Funesiana). Tiene inéditos “Choripán Social” que circula en fotocopias y “Diamante”. Es discípulo de Alberto Laiseca. Trabaja en una ONG de Defensa del Consumidor.


Foto: María Paz Germán

martes, 10 de enero de 2012

Quedate hasta el día, Ioshua



Aldo se despertó y cuando abrió los ojos el mundo se le antojó enteramente nuevo. Se quedó quieto solo mirando el techo. Hasta el aire y la luz que entraban suave por la ventana le parecían con un fulgor inaudito. Una energía vital resplandecía en cada rincón donde mirara. Todo estaba en calma. Renovado.

Respiraba y disfrutaba el perfume inaugural de las sabanas revueltas.
Miró a su lado y allí dormía profundamente desnudo Germán.

Aldo se levanto muy sigilosamente de la cama y miró la piecita donde había despertado. Una habitación sencilla donde vivía Germán. Quedo de pie desnudo en medio de la habitación mirando allí las ropas tiradas, las fotos familiares en cuadritos, juguetes de niño y banderines de Atlanta.
Aldo seguía sintiendo esa vibrante sensación de novedad. Algo en lo profundo de su cuerpo lo hacia sentir en su piel un sentimiento de frescura profundamente claro.

Germán apenas si giró y seguía durmiendo como un bendito.

Aldo miró una vez más al pequeño alrededor y se detuvo en el cuerpo natural de Germán desnudo y calmo entre las sabanas. Aldo quedó fijado en ese cuerpo durante un rato.

Germán era un muchacho remisero del barrio donde vivían ambos. Un joven muy amable y simpático de 32 años que alquilaba una casita donde vivía y habitualmente recibía a sus amigos y su hijo, cuando su ex mujer se lo traía algunas tardes.
Un buen chico de barrio, trabajador y respetado. Con amigos y novias, un auto que era su trabajo y su colección de banderines de Atlanta.

Aldo se quedó disfrutando de su vista un poquito más pero… ¿que debía hacer ahora? él nunca había estado con otro hombre y no sabía como continuaban estas cosas entre muchachos, pues en sus 19 años todas sus relaciones fueron con chicas y ellas solo cogían y se iban sin más. Pero ahora había despertado junto a quien compartió una noche de sexo ¿Qué debía hacer? Como debía comportarse? ¿Debía irse en silencio y ya? ¿Debía volver a la cama y esperar que Germán se despierte? ¿Debía despertar a Germán para irse? ¿Debía decir algo? ¿Debía hacer como si nada hubiera pasado? No lo sabia… y aun así estaba calmo, algo expectante incluso.

Aldo y Germán eran conocidos del barrio, tomaban de vez en cuando algunas cervezas con otros amigos en ronda y por esas cosas inexplicables anoche Germán que estaba con el auto le ofreció llevarlo a Aldo a su casa si no le molestaba, Aldo aceptó por supuesto y en el camino charlaron y rieron mas. Cerca de la casa de Aldo estaba la casa de Germán que quedaba de paso, Germán quiso bajar a buscar algo importante para él y seguirían camino, Aldo asintió.
Germán entro en la casa y tardó un momento, Aldo lo esperaba en el auto. Sale Germán y le dice que no encuentra eso que busca, que baje del auto y entre a la casa mientras el busca mejor. Aldo dijo “esta bien”.

Entraron a la pieza y Germán revolvía entre sus cosas buscando quien sabe que. Charlaban pero ya en un tono menos estridente, casi intimo. Empezaron a compartir algunas palabras cómplices y así sin ninguna razón aparente se acercaron y en un instante de silencio se besaron y se dejaron caer recostados en la cama. Todo tan nuevo e inexplicable para ambos. Algo confundidos pero enloquecidamente ansiosos, Aldo y Germán cogieron toda la noche descubriéndose a sí mismos.

Aldo volvió a la realidad de la pieza de Germán y entre dudas y recuerdos de lo de anoche. Inspiro hondo disfrutando el aire y volvió muy en sigilo a la cama y se abrazo al pecho de Germán, que lo recibió con una sonrisa adormecida y lo apretó suavemente entre sus brazos, y ambos entre tanta naturalidad en la humildad de la pieza parecían  descansar en un mundo enteramente nuevo.


Texto: Ioshua, artista, poeta, dj, músico, productor, dibujante, artista plástico, diseñador gráfico, etc. Más sobre Ioshua

Foto: Talleres de Fotografía Barrio Piedrabuena (coordinado por Pablo Vitale)


martes, 3 de enero de 2012

Gol a gol, Marcelo Guerrieri



Roni señalaba la hilera de lecops, pesos, patacones:
—¿Qué jugamos?, ¿a la pelota o al Estanciero? 
—¿Vos qué trajiste?
Sacó una lata de atún y un billete de dos pesos.
—Dale, va.
Guardaron el pozo abajo de una remera que hacía de poste.
—A doce. Partido, revancha y bueno.
Al minuto estaba rodando la pelota. Catrasca, al arco, entonado, las adivinaba todas. Iban por la revancha cuando empezaron a sonar las cacerolas (naaa, ¡calesitero!... pasála... va... acá, ca... mordéle, mordé... Uh... punta, va, ¡punta!, ¡solo!, acá, ca... ¡oool!). Ocho a siete. Cae el sol y se prenden los focos de la luz. La gente en procesión a Plaza de Mayo y ahí la cosa cada vez más caldeada por las cacerolas y los gritos mientras el Roni la lleva como atada, lo marca el Momia que sabe que no llega a cruzarlo y entonces larga el guadañazo; pero el Roni salta  esquivando el golpe, hace rebotar la pelota contra la reja y queda solo frente a Catrasca, que estira el brazo, agazapado, se toca la gorrita; el Roni pega abajo y aunque está claro que se fue muy alto discuten si entró o si pasó el travesaño que cada cual imagina según le conviene; para escucharse tienen que gritar porque las cacerolas son cada vez más y no paran; cuesta encontrar la pelota entre toda esa gente. Empatados. No hace falta que digan nada. Siguen a diferencia de dos. Catrasca sale jugando. Ninguno desempata y el partido no termina nunca. Un helicóptero pasa como una exhalación  mientras el Roni la pide pero no hay manera de oírse entre el griterío, un avispero, un hormiguero reventado, el golpe de metal contra metal pica en el aire. Catrasca se saca la remera, están todos en cuero (uh, acá, ca, que se vaaayan tooodos, pasá, que no queeede, dale, va, ni uno sooolo, acá, ca, uuuh, ¡pasala, Momia!); corre gente para todos lados y la cosa se desmadra; el Roni manotea la remera como puede; la pelota la rescata el Momia, y entre los gases y los tiros cada uno se pierde para un lado distinto. El Roni va por Avenida de Mayo, cruza la 9 de Julio, no puede creer toda esa gente (el eeestado de sitio... quereeemos... se lo meeeten... comer); lleva la remera apretada en el puño, un bollo de monedas, billetes de todos los colores, la lata de atún; en la plaza un tipo se trepó al mástil, descuelga la bandera y la sacude en el aire, allá en lo alto. Cantan el himno. Explotan gases lacrimógenos. Roni se escapa por Defensa. Corre doblado, llorando, largando arcadas. Escucha tiros. Viene gente desde todas las esquinas. Llega a lo de Catrasca y ya están todos en la puerta. Abre el bollo. No se le escapó ni una moneda. Los vecinos prendieron un fuego en la calle. No pasan autos pero sí un montón de gente a los gritos que va para la plaza. Arman los arcos y arranca el bueno. Los vecinos alentando. No van a parar hasta que alguno se lleve el pozo, gol a gol, la pide el Roni (¡pasala, Momia!, punta, va...). La pelota sobre el empedrado. Arriba el cielo rojo y la humareda.

Texto : Marcelo Guerrieri
Foto: Nicolás Zonvi


martes, 20 de diciembre de 2011

Reincidencia, Lola Copacabana


El hambre y las ganas de coger-- ¿ya hablamos de eso? Porque son las 12:52 y estoy tirada en la cama y no puedo pensar en otra cosa. Digo, voy a la cocina y agarro un cacho de queso, agarro una mandarina y en el fondo no es que importe lo que agarre, no importa si comí todo o no comí nada en todo el día. Podría ser toda la comida del mundo que volvería igual llena de hambre, a quedarme boca abajo y pensar que en realidad estaría en el río, siempre en el río que es desde el Tigre hasta la Costanera Sur, cachito más, y yo monito a upa, de frente, encima de ese chico.

Al río a los dieciséis y el telomóvil. Anchorena, las barrancas de Alvear antes de que nos las pusieran tan caretas. Que llevábamos los autos con las heladeritas y el alcohol, mi época de tetra y las fogatas. Siempre había un chico y si no había un chico eran todos los chicos y bailábamos alrededor del fuego, histeria lesbi, calentándolos a todos y que se curtan por ser tan inadecuados, ser tan no-los-chicos que queríamos que estuvieran, con telomóvil y unas pepas y ver el amanecer con las marcas en los dos cachetes, que mis cachetes no están tan acostumbrados a reírse tanto todo el tiempo.El río a los diecisiete ahí cerca de Pachá después de las fiestas de egresados, antes de volver al cole para meter borrachas unas pasas de uva en un tubo de ensayo, tomar notas en inglés y que mandaran nuestros exámenes al exterior para que los corrijieran y nos dijeran ah, pero qué encanto. Carlos tocándonos la puerta del auto los días jueves con los dos vasos de café con leche listos, ir al baño de su kiosko y ponernos el uniforme, fumar alguna cosa, desodorante en spray y disimular apenas, lo justo y necesario, las marcas del rimmel corrido.

Río a los dieciocho, en el auto abrir los ojos en medio del garching y dos policías duros, uno en cada ventana, enojados porque se acaba el espectáculo. Cortar la paralela al río porque pintó coger ahí. Cortar España a la altura del semáforo de Liber, y estar en el asiento de conducir y la pierna trabada en la bocina, sonando, hasta que el fusible se me queme.

Río de la Costanera Sur, huir de la universidad para flashar Reserva a la mañana. La Costanera Sur antes de que la caretearan, sola, con la Reserva que era el telo de los pibes de sin-cerveza-no-hay-amor San Telmo, también algunos de Barracas. Tirar piedras. Especular la entrada de la Creamfields -que será eso- que no podíamos pagar. Los carritos de bondiola eran ambulantes de verdad: había arreglo pero de golpe zas, y había que levantar todas las cosas.

Ocho años más tarde, por el Tren de la Costa y por el costado zombie de Puerto Madero, el río que es correr, que es la forma legitimada, para mis casi treinta, de volver a huir. Tres veces por semana, o un día sí y un día no. O en invierno: cuando no está lloviendo. Cuando la gente que no es yo empieza ir a trabajar y alguna de la gente que antes era yo camina ahí, más silenciosa, más muerta viva que a ninguna hora, escuchando a los pajaritos y entristeciéndose apenas, preparándose para esconderse, para guardarse y otro round. Hace un frío de cagarse y mucho viento a las siete de la mañana en Puerto Madero. Vas a mear a Starbucks, que pega con el ipod. En el lado zombie le pedís al viejo que le cuida el carro Ernesto y es mentira, si no consumís igual te lo abre. Pero los baños químicos, ah. Del lado zombie, encima, si estás corriendo capaz de golpe que te gritan ʻbombonazoʼ. Y bombonazo es gorda-- we agreed.

Gorda gorda barril sin fondo que me morfaría hasta no sé: una pata de pollo, o el chocolate Milka de mi hija ahí guardado. El hambre de los vegetarianos es distinto, pero el hambre de los que no cogen es mucho peor.

Me mudé como catorce veces, en algún momento pegué suerte, o corredor del bajo-bajo, y empecé a ver pedacitos de río. Pedacitos del Puerto de Olivos, los mástiles de los barquitos o las jirafas-dinosaurio esas gloriosas que son las grúas del Puerto de Buenos Aires, más cuando se va asomando el sol. Esas desde Plaza San Martín, que queda en Retiro pero no es Retiro. Antes de que viniera la camioneta para el cole, amanecer con la Fragata Libertad entre el sol y nos. Encerradas, por supuesto, pero mamita: qué buena vista. Desayuno de campeonas que dependiendo del humor es Yogurísimo, banana y Zucaritas, o café más cigarrillos-- dependiendo del humor, del sexo, de la época del año.

A todos mis chicos, perdón chicos, los he llevado al río. El río y los chicos es saber un poco con qué es que estás lidiando. Hay chicos mejores que otros chicos. Hay chicos a los que les pican los mosquitos y chicos que te bailan lento lento suavecito la música ochentosa que nos sale fuerte, de golpe, desde los parlantes de un carrito. Pibes que te buscan servilletas porque tuviste que hacer pis por vez decimoquinta y todavía no llegó la época gloriosa los baños químicos. Pibes que te quieren ya, y es irse a un telo. Pibes que  te elogian las tetas, que se dan cuenta de ese fuego artificial condensado que es la luna cuando va asomándose en verano. Pibes que no saben chupar, pibes que no saben charlar, pibes a los que les molesta que nos miren. Pibes que me dan un hambre bárbara, me dejan poner fea, pibes que me elogian camisón y que me traen algo rico, aunque en realidad no quiera nada, por las dudas, mucho más tarde, después, cuando llegamos a la cama.



Texto y foto: Lola Copacabana (just Lola)



viernes, 16 de diciembre de 2011

La ciudad soñada, Ana María Shua


        
Usted llega, por fin, a la ciudad soñada, pero la ciudad ya no está allí. En su lugar encuentra el río, los árboles, los pajonales de la pampa, un paisaje salvaje y melancólico. Pero usted no trajo su canoa, no trajo su brújula, no trajo su mochila de acampante. Usted trajo una guía de restaurantes y un buen traje, y entradas para el teatro. La ciudad, por el momento, está del otro lado, y el guía le ofrece atravesar el río para buscarla. Y mientras avanza lentamente, empapado, mientras vadea con esfuerzo las aguas verdosas, sintiendo que su cuerpo ya no está para esos trotes, usted percibe en la reverberación del aire que la ciudad está volviendo a formarse a sus espaldas, temblorosos y transparentes todavía los rascacielos, como medusas del aire.

Ana María Shua nació en Buenos Aires en 1951. A los dieciséis años publicó su primer libro de poemas. Es autora de varias novelas. Sus cuentos fueron reunidos en el volumen Que tengas una vida interesante. Como autora de microrrelatos ha obtenido el máximo reconocimiento en el ámbito iberoamericano. En ese género, su último libro es Fenomenos de circo.

Foto: Albano García

jueves, 15 de diciembre de 2011

El Trabajo, Cecilia Ferreiroa




Caro me dijo que era mejor tomar el subte. A mí nunca me gustó viajar bajo la tierra. No por claustrofobia. Me preocupaban las toneladas y toneladas de peso de los autos y colectivos que pasaban por encima. Nunca tuve confianza en los arquitectos ni en los ingenieros. Siempre me pareció que si un edificio se mantenía en pie se debía más a una causa oculta o al azar que a la planificación de una persona.

Tenía que atravesar toda la ciudad. Necesitaba la plata, y el trabajo que me había pasado Caro sonaba muy simple. Debía ir a la casa de una persona que me hablaría de sí misma. Mi tarea consistía en escucharla en silencio. Había sido muy enfática en ese punto. Para mí escuchar en silencio era lo mismo que no escuchar. Siempre necesitaba alguna palabra, alguna pregunta del otro que diera cuenta de su atención. Caro no me había explicado nada más. Se había tenido que ir corriendo a no sé qué otro compromiso. Ella siempre estaba a mil y se despedía de mí intempestivamente.

Lo más complicado del trabajo era el viaje. Me resultaba curioso ir tan lejos un domingo sólo para escuchar a alguien. Los trabajos que conseguía Caro siempre eran extraños.

El subte llegó vacío. Dudé al entrar, pero había abierto sus puertas como una invitación. Las luces brillaban. En un momento pensé que quizás me había metido en un tren fuera de servicio. Las estaciones por las que pasábamos estaban igual de vacías. El subte desbordaba de gente solamente los días de semana. Mecánicamente paraba en las estaciones y abría sus puertas. Nadie entraba. Había algo ridículo en eso. Quizás toda la línea estuviera fuera de servicio y nadie me lo había dicho. Decidí seguir mientras el subte siguiera.

Llegué a mi estación y bajé. El subte se alejó lleno de luz. Me sorprendió cuando al subir a la calle, vi una gran masa de gente. En esa zona alejada del centro la gente se agolpaba.

El colectivo daba vueltas por calles irreconocibles por lo similares y anodinas. Su avance continuo tenía algo de inefectivo. No llegábamos más. La ciudad se extiende interminablemente.

Cuando me bajé del colectivo sentí, por primera vez, ansiedad. Me preocupaba no poder escuchar de la manera que debía hacerlo.

Llegué a la puerta. Miré la casa antes de llamar. No había nada raro, nada que pudiera hacer pensar que ahí se contrataba gente para un trabajo tan peculiar.

Llamé. Esperaba encontrar a una vieja solitaria pero abrió una mujer joven. La mujer me llamó Carolina. Cuando iba a aclararle que yo no era Carolina, me dijo que empezaríamos desde ese momento con el trabajo. Me callé inmediatamente. Lo que esa mujer pagaba era la mera presencia, una presencia anónima, sin rasgos o palabras que la particularizaran.

Me hizo pasar a una especie de estudio en el que se acumulaban cosas disímiles. Había libros, plantas, ropa doblada, toallas, yerba, diarios apilados. No parecía ser necesario acumular todo ahí porque la casa era grande, aunque no vi el resto de los cuartos.

Nos sentamos. La mujer no me ofreció nada. Cualquier pregunta motivaría una respuesta. Yo me moría de sed pero tampoco dije nada.

Empezó a hablar. Su voz tenía un ritmo particular. Parecía contar algo que ya había empezado a contar un rato antes, que había estado contando una y otra vez, como un disco rayado. En su mirada había un velo o una profundidad, como alguien que mira detrás de una ventana. Yo había decidido concentrarme en esas cuestiones laterales, y no escuchar mucho lo que decía. Sabía que si prestaba atención iba a ser muy difícil no hacer ningún comentario.

Mientras hablaba, la mujer tenía la mirada perdida. Por momentos me miraba a los ojos. Me daba cuenta de que había dicho algo importante, digno de ser escuchado, pero ya era tarde. No sabía exactamente qué cara correspondía poner, así que dejaba una cara neutra.

Algunas palabras sueltas, sin embargo, había llegado a oír. No alcanzaban para darme una idea de lo que había estado diciendo. Todas me parecían como ese cuarto en el que estábamos: un amontonamiento de cosas inconexas.

En un momento señaló una foto. La foto era de una nena con los pelos dorados, cubierta de barro. Miraba la cámara y sonreía a la persona que estaba detrás. ¿Sería ella misma? Al ver la foto, supuse que todo ese tiempo me había estado hablando de esa nena y en un momento de su relato había querido hacerla más tangible, más real. Quizás era su hija y me contaba la alegría que había sido para ella tenerla. Probablemente algo malo le había pasado. Su tono de voz era triste. Me dio mucha curiosidad su historia, pero sabía que Caro no me perdonaría hacerla quedar mal.

En un momento se levantó. Entendí que habíamos terminado y me levanté también. Al despedirme sólo le hice un gesto con las manos.
La mirada de ella había cambiado. Era más íntima. Supuestamente ahora yo sabía. Ella había contado algo doloroso o terrible, y yo había escuchado sin juzgar.

Antes de cerrar la puerta me dijo: Gracias, Carolina, por escuchar todo lo que te conté; y me extendió un sobre con la plata. Bajé la vista. No pude mirarla a los ojos cuando me fui. Caminé por esas calles extrañas como un autómata.



Cecilia Ferreiroa nació en La Plata. Vivió su infancia en México y el resto de su vida en Buenos Aires. Estudió Letras en la UBA. Da clases de español y de literatura.


Foto: Ricardo Watson



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