Caro me dijo que era mejor tomar el subte. A mí nunca me gustó viajar
bajo la tierra. No por claustrofobia. Me preocupaban las toneladas y toneladas
de peso de los autos y colectivos que pasaban por encima. Nunca tuve confianza
en los arquitectos ni en los ingenieros. Siempre me pareció que si un edificio
se mantenía en pie se debía más a una causa oculta o al azar que a la
planificación de una persona.
Tenía que atravesar toda la ciudad. Necesitaba la plata, y el trabajo
que me había pasado Caro sonaba muy simple. Debía ir a la casa de una persona
que me hablaría de sí misma. Mi tarea consistía en escucharla en silencio. Había
sido muy enfática en ese punto. Para mí escuchar en silencio era lo mismo que
no escuchar. Siempre necesitaba alguna palabra, alguna pregunta del otro que
diera cuenta de su atención. Caro no me había explicado nada más. Se había
tenido que ir corriendo a no sé qué otro compromiso. Ella siempre estaba a mil
y se despedía de mí intempestivamente.
Lo más complicado del trabajo era el viaje. Me resultaba curioso ir tan
lejos un domingo sólo para escuchar a alguien. Los trabajos que conseguía Caro
siempre eran extraños.
El subte llegó vacío. Dudé al entrar, pero había abierto sus puertas
como una invitación. Las luces brillaban. En un momento pensé que quizás me
había metido en un tren fuera de servicio. Las estaciones por las que pasábamos
estaban igual de vacías. El subte desbordaba de gente solamente los días de
semana. Mecánicamente paraba en las estaciones y abría sus puertas. Nadie
entraba. Había algo ridículo en eso. Quizás toda
la línea estuviera fuera de servicio y nadie me lo había dicho. Decidí seguir
mientras el subte siguiera.
Llegué a mi estación y bajé. El subte se alejó lleno de luz. Me
sorprendió cuando al subir a la calle, vi una gran masa de gente. En esa zona
alejada del centro la gente se agolpaba.
El colectivo daba vueltas por calles irreconocibles por lo similares y
anodinas. Su avance continuo tenía algo de inefectivo. No llegábamos más. La
ciudad se extiende interminablemente.
Cuando me bajé del colectivo sentí, por primera vez, ansiedad. Me
preocupaba no poder escuchar de la manera que debía hacerlo.
Llegué a la puerta. Miré la casa antes de llamar. No había nada raro,
nada que pudiera hacer pensar que ahí se contrataba gente para un trabajo tan
peculiar.
Llamé. Esperaba encontrar a una vieja solitaria pero abrió una mujer
joven. La mujer me llamó Carolina. Cuando iba a aclararle que yo no era
Carolina, me dijo que empezaríamos desde ese momento con el trabajo. Me callé
inmediatamente. Lo que esa mujer pagaba era la mera presencia, una presencia
anónima, sin rasgos o palabras que la particularizaran.
Me hizo pasar a una especie de estudio en el que se acumulaban cosas
disímiles. Había libros, plantas, ropa doblada, toallas, yerba, diarios
apilados. No parecía ser necesario acumular todo ahí porque la casa era grande,
aunque no vi el resto de los cuartos.
Nos sentamos. La mujer no me ofreció nada. Cualquier pregunta motivaría
una respuesta. Yo me moría de sed pero tampoco dije nada.
Empezó a hablar. Su voz tenía un ritmo particular. Parecía contar algo
que ya había empezado a contar un rato antes, que había estado contando una y
otra vez, como un disco rayado. En su mirada había un velo o una profundidad,
como alguien que mira detrás de una ventana. Yo había decidido concentrarme en
esas cuestiones laterales, y no escuchar mucho lo que decía. Sabía que si
prestaba atención iba a ser muy difícil no hacer ningún comentario.
Mientras hablaba, la mujer tenía la mirada perdida. Por momentos me
miraba a los ojos. Me daba cuenta de que había dicho algo importante, digno de
ser escuchado, pero ya era tarde. No sabía exactamente qué cara correspondía
poner, así que dejaba una cara neutra.
Algunas palabras sueltas, sin embargo, había llegado a oír. No
alcanzaban para darme una idea de lo que había estado diciendo. Todas me
parecían como ese
cuarto en el que estábamos: un amontonamiento de cosas inconexas.
En un momento señaló una foto. La foto era de una nena con los pelos
dorados, cubierta de barro. Miraba la cámara y sonreía a la persona que estaba
detrás. ¿Sería ella misma? Al ver la foto, supuse que todo ese tiempo me había
estado hablando de esa nena y en un momento de su relato había querido hacerla
más tangible, más real. Quizás era su hija y me contaba la alegría que había
sido para ella tenerla. Probablemente algo malo le había pasado. Su tono de voz
era triste. Me dio mucha curiosidad su historia, pero sabía que Caro no me
perdonaría hacerla quedar mal.
En un momento se levantó. Entendí que habíamos terminado y me levanté
también. Al despedirme sólo le hice un gesto con las manos.
La mirada de ella había cambiado. Era más íntima. Supuestamente ahora yo
sabía. Ella había contado algo doloroso o terrible, y yo había escuchado sin
juzgar.
Antes de cerrar la puerta me dijo: Gracias, Carolina, por escuchar todo
lo que te conté; y me extendió un sobre con la plata. Bajé la vista. No pude
mirarla a los ojos cuando me fui. Caminé por esas calles extrañas como un
autómata.
Cecilia Ferreiroa nació en La Plata. Vivió su infancia en México y el resto de su vida en Buenos Aires. Estudió Letras en la UBA. Da clases de español y de literatura.
Foto: Ricardo Watson
muy buen relato!!
ResponderEliminarNati.
Me encantó!
ResponderEliminarCecilia Ferreiroa es una gran escritora, sus narraciones me hamacan en esta mañana fría, me dejo llevar por las palabras que cuentan a veces de sus propios límites para comunicar a las personas, lo absurdo de ciertos diálogos.
ResponderEliminarMUY BUENO ZIZI TRASCURRE... ESO SENTI QUE IBA CAMINANDO SIN LA NECESIDAD DE ESPERAR EL FINAL
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