—¡No!, ¡ya te dije que no, Matías! —insistió Andrea— Si tu papá tanto quiere que sepas cosas de grandes, que
te lo diga él. ¡No llorés porque igual...!
Se abrió la puerta del furgón. Primero bajó Andrea con su bici; después
yo, con Matías, que lloraba a los gritos. Veníamos del Puerto de frutos donde
habíamos comprado unas cañas, incómodas de llevar, atadas a mi bici con una
soga. Atravesamos el andén. Matías no paraba de llorar.
Cruzamos la barrera discutiendo con Andrea porque Matías estaba encaprichado
y no quería ir con ella. Andrea estaba demasiado enojada como para seguir
insistiendo.
—Bueno —dijo, entregándome su bicicleta—. Entonces llevalo vos.
Agarró mi bici y salió andando.
—¡Mala! —gritó Matías, sabiendo que por la distancia su madre no podía escucharlo.
—No le digas así a mamá —le dije, y lo subí al asiento de atrás.
—Barrio chino —respondió Matías, prendido a mi espalda, señalando más
allá de la vía.
Arrancamos por la avenida empedrada para el lado de Cabildo. A Andrea, mi
bicicleta le quedaba demasiado alta; por
eso pedaleaba parada, complicada también por las cañas atadas al costado. Yo,
en cambio, tenía que andar con las rodillas flexionadas todo el tiempo,
pegándome los codos contra los muslos. Me costaba mucho maniobrar. Pasó un 80,
muy rápido y muy cerca.
—Agarrate fuerte —le dije a Matías, y encaré la bajada.
El traqueteo del empedrado sacudía las cañas. De pronto se desprendió
la soga, las cañas cayeron y rodaron hacia el cordón de la vereda. Andrea frenó
de golpe y casi se choca contra un auto estacionado.
—Mejor que te lleve mami. Así papá puede ir en su bici. Es peligroso...
—¡No! —se quejó Matías y volvió a llorar— ¡Mamá no!
Lo bajé de su asiento y apoyé la bici contra un árbol. Andrea recogía
las cañas y las amontonaba a un costado. Duro como una estatua, prendido de mi
pierna, Matías tenía los ojos llorosos clavados en el piso.
Con Andrea armamos el manojo de cañas como pudimos. Después hicimos dos
cuadras, callados, caminando por la vereda con las bicis. Matías, sentado en su
asiento, refregándose la cara, dijo que para su cumple quería que yo le
regalara un gato.
Llegamos a una plaza donde había una feria de artesanías. El sol le
daba de pleno al pasto crecido. Como había mucho viento, el pasto alto se sacudía.
Atamos las bicis a un poste de la luz y apoyamos las cañas sobre el piso.
Matías salió corriendo para el lado de los puestos. Andrea amagó con ir
a buscarlo pero se contuvo. Nos miramos callados.
—Sabés que no es lo mismo que se lo diga yo...
Andrea respondió dándome un beso corto. Y salió corriendo atrás de
Matías.
Frente a mí, el pibe de los sahumerios, sentado en posición de loto, meditaba
o algo parecido. Se me ocurrió hacer lo mismo, ahí sobre el pasto, el sol en la
cara. Crucé las piernas y apoyé los brazos sobre los muslos. Respiré profundo.
Me disponía a cerrar los ojos cuando vi que dos personas venían directo
hacia mí: un chico de remera negra, con una biblia bajo el brazo, y una mujer
de pelo blanco con unos folletos.
—Hermano —me dijo el chico, que tenía los ojos brillosos y alzaba el
brazo con la palma abierta hacia adelante.
—Gracias —le dije, y le expliqué, de la mejor forma que pude, que no
estaba interesado.
Insistió. Me contó cómo su fe lo había salvado, que ése era el único
camino hacia la gracia...
—Mirá —le dije—. Te agradezco. Se ve que a vos te hizo muy bien. Me
alegro mucho por vos y te agradezco que
me ofrezcas tu palabra...
Me preguntó cuál era el nombre
de mi dios. Tardé en contestarle. Le dije que dios éramos todos, y que no hay
bien por un lado y mal por el otro, que todos somos uno. Me escuchaba, sonriendo;
la mujer, en cambio, me observaba en silencio, el ceño fruncido, seguramente apenada
por mis herejías. Finalmente me ofrecieron un folleto. Les dije que no, que no
quería el folleto, y les agradecí por la buena voluntad y les dije que, de
corazón, me alegraba por ellos y su fe.
Se estaban yendo cuando vi a lo lejos los inconfundibles pelos de
Andrea. Se abría paso entre los puestos y venía hacia mí. El sol que entraba por
las copas de los eucaliptus le pegaba en los cachetes rojos. Tenía a Matías
alzado en brazos. Le estaba dando de comer un trozo de espuma blanca; un bollo
acaramelado, de un copo de nieve grandote.
Marcelo Guerrieri
Foto: Matías Canelson
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