Toda ciudad es un gran mercado. Un territorio que aloja máquinas de
consumir. Ahí, casi sin darnos cuenta, pasamos años de vida, años pasados y
futuros. Entre empresarios clandestinos y políticos que eligen la Ciudad como
un limbo práctico de impunidad, riqueza y juego. Por eso un mercado en ruinas,
un mercado que ha perdido estructura, un mercado que incluye a quienes por
distintas razones no pueden pisar los shoppings, es un purgatorio. El lugar
donde se reivindican y replican, en vez de falsificarse, las clases sociales.
Ahí se negocian especias, cuerpos, droga, todos los néctares que subalimentan
nuestro pathos. Ventanas semicirculares, como la de los zocos del Magreb, y
cables perpendiculares, no son más que articulaciones insumisas de un edificio
que algún día será visto como un palacio en ruinas. Nadie sabrá que los
verdaderos mercados nacieron de la ruina, como forma de veneración a los
dioses, y fueron habitados por peregrinos, colonizados por la oferta y la
demanda y subdivididos según oficios familiares heredados. En todo caso, en
este mercado o templo futuro captado en diagonal y en contrapicado, el cielo es
el tiempo del mundo. Tal vez el mundo de la foto sea, como el de Alicia, un
mundo en espejo. Y los cables una suerte de sonda urbana que conecta la
arquitectura con una polis cercada por la tormenta.
Oliverio Coelho
Foto: Martín Lopo
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