Ese auto, ahí. El blanco. Llegó cerca de la una de la mañana. Y un
rato después, cerraron la ventanita del sexto, la manchada de oxido. Eso fue un
nudo. El descubrimiento de una
ley. Yo hace unos meses que ocupo la garita. Me gusta, desde la garita, buscar
ciertos patrones comunes. Una continuidad en el tiempo. Cuando empecé a
trabajar – un primo de mi esposa me consiguió el trabajo: me dijo que la iba a
pasar bien siempre y cuando en los momentos de conflicto me resguardara; me aconsejaba
que, en lugar de hacerme el macho, tratara de salvar el pellejo; si te portás
así, me dijo, el trabajo es piola. Lo único malo es el tiempo –. La primera
noche la recuerdo completa, cada detalle, cada movimiento de autos y personas.
La recuerdo como se recuerdan las caras en un impacto violento. A la
semana entendí lo que significaba esa frase: lo único malo es el tiempo.
Porque no me dejaban tener ni radio ni televisión. El tiempo, entonces, era
verdaderamente un animal desesperado. Me acechaba, incesante. En la primera
noche de tormenta descubrí que el tiempo tiene un ritmo. Uno debe saber moverse
en sintonia. Ese edificio, por ejemplo, se parece a un barco olvidado. Y en la
noche de tormenta se sacudía, el barco, con la violencia de las ráfagas. El
tiempo, si uno sólo lo contempla desde una garita desvencijada, se mueve como
se mueven los tontos. Por lo tanto entendí que escribir en un cuaderno los
pliegues de ese sonido podía llegar a
ser una forma de empezar a
descifrar su lógica. Lo primero que vi – con la conciencia del tiempo
– fue la manera en que esa mujer
joven, cansada, cerraba a la una de la mañana la ventanita del sexto piso, la
manchada con oxido. Fue un nudo. La confirmación de una regularidad. Después de
ese descubrimiento, esperaba la repetición de la trama. Es decir, la aparición,
cerca de la una, del auto blanco, entrando por la calle lateral, despacio;
provocando, el choque de las cubiertas con las piedritas, un sonido
inquietante. Esa espera no dejaba de alumbrarme. Luego de estacionar y caminar
abatida los cincuenta metros hasta la puerta del edificio, la mujer era
devorada por el barco abandonado. Unos minutos más tarde, reaparecía asomada
por la ventanita del sexto, la que tiene las persianas oxidadas, para
cerrarlas. Es decir, esa ventanita permanecía abierta durante todo el día.
Porque antes de las ocho y media de la mañana, la mujer abatida empujaba las
persianas para abrirlas. Y, enseguida, volvía a subir al auto blanco, para
hundirse en la compleja trama de la ciudad. Nunca pude descifrar el oficio. A
qué se dedicaba. En el tiempo que transcurre entre cerrar y abrir la ventana,
la mujer duerme. Sueña. Un par de veces me atreví a escribir en el cuaderno los
posibles sueños de la mujer. Pero las dos veces escribí lo mismo: se trataba de
una jaula viajando en la bóveda de un gran barco; adentro de la jaula, quieto,
pero amenazante, un pájaro exhótico. Hoy, a las cinco de la mañana, cuando una mancha de luz se estiraba
detrás del edificio, el taxi – ese taxi – estacionó bajó aquel árbol. Y rompió,
si se quiere, la solidez del nudo. Del taxi bajó un pibe – es un pibe, veinte
años – y caminó hasta el auto blanco. Casi sin dificultad se metió en el
asiento trasero, escondiéndose. Hace tres horas que está ahí. Esperando. Creo que
fumó dos veces. Como se sabe, a eso de las ocho empieza el movimiento en el
barrio. Pasan los chicos que van a la escuela. Los tres muchachos que cruzan,
por ejemplo, el descampado para llegar a la General Paz y tomar las trafics que
van al centro. A partir de las ocho arranca el movimiento. Y la mujer del sexto
va a bajar, después de abrir la ventanita oxidada, como todos los días, cuando
falten cinco, seis minutos para las ocho y media. Sola va bajar. Se va a
prender un pucho, en la puerta del edificio. Y, fumando, caminará hasta el auto blanco. Pasará delante del
taxi como pasa la gente delante de las cosas sin importancia. Y cuando,
finalmente, suba al auto blanco sentirá – como un barco abandonado siente la
fuerza de una tormenta en la noche –
la mano del tiempo que aprieta como aprieta, así se dice, el puño de un
tonto desesperado.
Hernán Ronsino
Foto: Taller Fotografía Barrio Piedrabuena (coord. Pablo Vitale)
muy buen cuento,
ResponderEliminar