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miércoles, 7 de diciembre de 2011

Mal augurio, Pablo Martínez Burkett


Este invierno fue malo y creo que olvidé
mi sombra en un subterráneo.
Serú GiránEiti Leda

Un nenito de 10 años llega por primera vez a Buenos Aires. El paisaje es de una abrumadora novedad: el Obelisco, los carteles luminosos, la marabunta de autos; el Cabildo (que luce más chico que en el Billiken); los edificios en racimo contra un cielo opaco. Gente apresurada yendo quién sabe dónde; gente que desaparece en bocas abiertas en las veredas. Buenos Aires es la metrópolis de los túneles. Túneles de la Casa Rosada, túneles del Convento de Santo Domingo, túneles de la Manzana de las Luces, túneles de la avenida Corrientes y la 9 de Julio, túneles del subterráneo. Túneles del mal augurio.
Trato de recomponer aquella epifanía malsana y seguramente ya es una memoria contaminada por otras, pero cierro los ojos y me vuelvo a ver en una escalera mecánica tragado lentamente por una estación de subte. No recuerdo cuál haya podido ser, pero sí que, en lugar de maravillarme, me asalta el horror. Mi tío Hugo intenta calmarme pero preso de un vértigo suicida, me asomo en el andén. A izquierda y derecha, las galerías taladran la oscuridad. Al término de la plataforma, rumores ancestrales zurcen una advertencia. Sé que esto no es un túnel sino las vísceras de un monstruo y estos que pasan a una velocidad inverosímil no son trenes, son un ingenio construido para alimentar con seres humanos a la bestia que habita en el vientre de la ciudad. Súbitamente, se me representa un caracol gigante. Puedo figurarme su viscosa criminalidad, puedo presentir su fétida gula de cíclope.
El niño se hizo hombre y sucesivas capas de urbanidad se encargaron de domar tamaña insensatez y aunque siempre mantuve esa imaginación exuberante, el tiempo la volvió episódica. Supongo que por eso, cuando 15 años después me mudé a Buenos Aires, omití considerar las fantasías engendradas en los túneles. Y no ha sido cosa buena.
Esta mañana, estreno de muchas, aguardaba el subte para ir al trabajo. Frente a mí, una formación empezó a moverse. Era tal el gentío que fue imposible abordarla. En el último vagón un rostro dibujó una mueca atroz contra la puerta, aplastado por pasajeros indiferentes al holocausto. Igual que en mi profecía. Sólo que esta vez, la criatura abominable ya no vive en el centro de la Tierra.

Pablo Martínez Burkett
Foto: Matías Canelson



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