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jueves, 1 de diciembre de 2011

El Puerto, Mariana Dimópulos



En el recuerdo el cuento es demasiado sencillo, debe haber una equivocación. Una mujer corpulenta va acompañada por un hombre hasta el puerto. Juntos miran el trajín en tierra, la gente que sube a los barcos, o a un barco, y a los que ya están arriba y se despiden. La mujer, rubia, abandonada la cabeza allá arriba de toda esa corpulencia, mira en silencio y después llora aunque no ha ido a despedir a nadie. Más tarde, el cuento nos dice que esta no es la primera vez, que esta escena se repite - pongamos- todos los jueves cuando un barco holandés, o alemán, zarpa para cruzar el Atlántico. Y en lugar de subirse, la mujer tiene que volver a esa casa a medias que le ofrece el país de su exilio. Deben correr los años cuarenta, debe ser el puerto de Buenos Aires, o acaso de Montevideo, tratándose de Onetti. Claro que el cuento es infinitamente más amargo, rudo y sentimental de lo que nos había traído el recuerdo; la mujer no llora, más bien tiene los ojos lavados, como si le hubiese caído una lluvia en la cara durante un sueño. Y el hombre que la acompaña acaba de armar una estafa que fracasó y que tendrá que seguir pagando con varias humillaciones, todo por esa mujer. A pesar de la desprolijidad, por no decir de la frivolidad del recuerdo de un cuento magnífico de Onetti, eso es lo que pasa: cada vez que uno va al puerto, en Buenos Aires o en Montevideo o en Hamburgo, a pesar de que la gente hoy cruza el Atlántico en aviones, siempre es posible ver aparecer entre la multitud o en el muelle casi vacío a Kirsten, que es una enorme danesa, ahí para no despedir a nadie y tampoco subirse al barco, tal como ocurre en "Esbjerg, en la costa."


Mariana Dimópulos


Foto: María Vessuri

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