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jueves, 1 de diciembre de 2011

Parque Rivadavia, Franco Vaccarini



El hombre de la foto. El traje, la corbata. Sus hijos. El banco de piedra, la sombra, las farolas y el magnolio o quien sabe qué árbol que no conozco. Eso es lo que veo, aunque enseguida está lo demás. Y lo demás es el Club Italiano donde trabajé por primera vez bajo sueldo y conocí a mi jefa, la señora Catalina. La ascendieron después de treinta años de servicios. Su despacho era diminuto, pero estaba eufórica:
–¡Una oficina para mí sola! – dijo.
Su felicidad era deprimente. Me veía a mí mismo, treinta años después, convertido en la señora Catalina. Todas las cabezas de mis sueños decapitados, reducidas a esa frase de trastornada felicidad:
–¡Una oficina para mí sólo!
El sueldo era aceptable para mis veinte años. Trabajaba ocho horas de corrido. No estaba mal. Mal estaba la señora Catalina. Ella padecía una seria distorsión sobre su aspecto físico. Ella estaba convencida de su extrema delgadez. No era, sin embargo, una mujer delgada. Es difícil describirla, sólo diré que la señora Catalina era para mí la misma Oscuridad, la abominable encarnación de una vida perdida. Cada mediodía, salía del club y me tomaba un respiro a la sombra del parque. Los árboles obedecen, me decía. Yo obedeceré a la señora Catalina. A los diez o quince días, oí como gritaba, furiosa:
–Emilio Canaletti, se casó con una judía y la quiere meter aquí, en el club. ¡Este no es un club de judíos!
Entonces sentí que algo de mi vida se me había escurrido de las manos. La infancia, por ejemplo. La escuela secundaria. Sentí terror de ser adulto, jefe, obeso, antisemita. Caminé hasta el parque sin pedir permiso y bajo la sombra de un magnolio tomé la decisión, crucé la avenida Rivadavia, renuncié.


Franco Vaccarini
Foto: Archivo Ana María Barrionuevo

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