Este invierno fue malo y creo que olvidé
mi sombra en un subterráneo.
Serú Girán – Eiti Leda
Un nenito de 10 años llega por primera vez a Buenos Aires. El
paisaje es de una abrumadora novedad: el Obelisco, los carteles luminosos, la marabunta
de autos; el Cabildo (que luce más chico que en el Billiken); los edificios en
racimo contra un cielo opaco. Gente apresurada yendo quién sabe dónde; gente que
desaparece en bocas abiertas en las veredas. Buenos Aires es la metrópolis de los
túneles. Túneles de la Casa Rosada, túneles del Convento de Santo Domingo,
túneles de la Manzana de las Luces, túneles de la avenida Corrientes y la 9 de
Julio, túneles del subterráneo. Túneles del mal augurio.
Trato de recomponer aquella epifanía malsana y seguramente
ya es una memoria contaminada por otras, pero cierro los ojos y me vuelvo a ver
en una escalera mecánica tragado lentamente por una estación de subte. No
recuerdo cuál haya podido ser, pero sí que, en lugar de maravillarme, me asalta
el horror. Mi tío Hugo intenta calmarme pero preso de un vértigo suicida, me
asomo en el andén. A izquierda y derecha, las galerías taladran la oscuridad. Al
término de la plataforma, rumores ancestrales zurcen una advertencia. Sé que esto
no es un túnel sino las vísceras de un monstruo y estos que pasan a una
velocidad inverosímil no son trenes, son un ingenio construido para alimentar con
seres humanos a la bestia que habita en el vientre de la ciudad. Súbitamente, se
me representa un caracol gigante. Puedo figurarme su viscosa criminalidad,
puedo presentir su fétida gula de cíclope.
El niño se hizo hombre y sucesivas capas de urbanidad
se encargaron de domar tamaña insensatez y aunque siempre mantuve esa imaginación
exuberante, el tiempo la volvió episódica. Supongo que por eso, cuando 15 años
después me mudé a Buenos Aires, omití considerar las fantasías engendradas en
los túneles. Y no ha sido cosa buena.
Esta mañana, estreno de muchas, aguardaba el subte para
ir al trabajo. Frente a mí, una formación empezó a moverse. Era tal el gentío
que fue imposible abordarla. En el último vagón un rostro dibujó una mueca atroz
contra la puerta, aplastado por pasajeros indiferentes al holocausto. Igual que
en mi profecía. Sólo que esta vez, la criatura abominable ya no vive en el
centro de la Tierra.
Pablo Martínez Burkett
Foto: Matías Canelson
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