Me crié en el barrio de
Belgrano, en tiempos en que todavía merecía el nombre de barrio. Mis padres,
profesionales entonces jóvenes, compraron ahí una casa enorme y destruida. Con
un préstamo del Banco Hipotecario, en una década de lentas obras y gran carestía
remodelaron esa casa –sin saber que la estaban “reciclando”. Por aquel tiempo,
mis padres nos llevaban a mi hermano y a mí a caminar por ese barrio reconquistado (“como por una
recuperada heredad”, después del temporal unánime de la dictadura). Ya entonces,
Belgrano era escenario de la batalla entre casas y edificios. Mi padre tomaba claro
partido por las casas. Y se preguntaba por qué los arquitectos no tenían algo
equivalente al juramento hipocrático que él había tenido que hacer. Por qué no
pesaba sobre ellos ese mandato fundamental: Primum
non nocere, lo primero es no dañar. Y por qué en un país tan inmenso era
necesario demoler para construir.
Ahora tengo treinta y seis
años y empiezo, poco a poco, a destilar algo que podemos llamar una obra. Y noto
que esa obra está atravesada por una idea, tan vieja como la nostalgia y más
vieja aún que el Quijote. Es la tragedia de quienes se saben fuertes, sabios y
hermosos, pero son vistos como obsoletos por el mundo, y por lo tanto,
descartados y reemplazados sin miramientos. Creo que nada en el mundo me
conmueve más que esa imagen.
Hace tiempo que no vivo en
Belgrano. Ahí la vieja batalla sigue, pero la balanza se ha inclinado
drásticamente. Recuerdo con nitidez cuadras enteras que en mi infancia sólo
albergaban casas, y hoy sólo albergan edificios. Mis padres están grandes, y la
casa está grande para ellos. Hace poco recibieron una suculenta oferta por la
casa; o más bien por el solar, ya que el propósito es demolerla. El barrio
cambió, los tiempos cambiaron, y ese caserón ya no se ajusta a ellos. La
construcción de un edificio generará inversión, empleo y vivienda para muchas
familias. Y yo entiendo todo eso, pero entenderlo no evita que sienta una
tristeza infinita. Hemos aprendido que todo documento de cultura es también un
documento de barbarie, y que prácticamente toda construcción humana se alza
sobre las cenizas de una anterior. Y sin embargo, ¿no es hora de que Buenos
Aires ponga freno a esta particular barbarie? ¿No nos arrepentiremos de haber
dejado que demolieran así el patrimonio de la Ciudad? ¿No hay, Buenos Aires,
mucha justicia y sensatez en las ideas de mi padre?
Agustín Mendihalarzu
Foto: Ricardo Watson
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