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lunes, 5 de diciembre de 2011

Basta de Demoler, Agustín Mendilaharzu



Me crié en el barrio de Belgrano, en tiempos en que todavía merecía el nombre de barrio. Mis padres, profesionales entonces jóvenes, compraron ahí una casa enorme y destruida. Con un préstamo del Banco Hipotecario, en una década de lentas obras y gran carestía remodelaron esa casa –sin saber que la estaban “reciclando”. Por aquel tiempo, mis padres nos llevaban a mi hermano y a mí a caminar por ese barrio reconquistado (“como por una recuperada heredad”, después del temporal unánime de la dictadura). Ya entonces, Belgrano era escenario de la batalla entre casas y edificios. Mi padre tomaba claro partido por las casas. Y se preguntaba por qué los arquitectos no tenían algo equivalente al juramento hipocrático que él había tenido que hacer. Por qué no pesaba sobre ellos ese mandato fundamental: Primum non nocere, lo primero es no dañar. Y por qué en un país tan inmenso era necesario demoler para construir.

Ahora tengo treinta y seis años y empiezo, poco a poco, a destilar algo que podemos llamar una obra. Y noto que esa obra está atravesada por una idea, tan vieja como la nostalgia y más vieja aún que el Quijote. Es la tragedia de quienes se saben fuertes, sabios y hermosos, pero son vistos como obsoletos por el mundo, y por lo tanto, descartados y reemplazados sin miramientos. Creo que nada en el mundo me conmueve más que esa imagen.

Hace tiempo que no vivo en Belgrano. Ahí la vieja batalla sigue, pero la balanza se ha inclinado drásticamente. Recuerdo con nitidez cuadras enteras que en mi infancia sólo albergaban casas, y hoy sólo albergan edificios. Mis padres están grandes, y la casa está grande para ellos. Hace poco recibieron una suculenta oferta por la casa; o más bien por el solar, ya que el propósito es demolerla. El barrio cambió, los tiempos cambiaron, y ese caserón ya no se ajusta a ellos. La construcción de un edificio generará inversión, empleo y vivienda para muchas familias. Y yo entiendo todo eso, pero entenderlo no evita que sienta una tristeza infinita. Hemos aprendido que todo documento de cultura es también un documento de barbarie, y que prácticamente toda construcción humana se alza sobre las cenizas de una anterior. Y sin embargo, ¿no es hora de que Buenos Aires ponga freno a esta particular barbarie? ¿No nos arrepentiremos de haber dejado que demolieran así el patrimonio de la Ciudad? ¿No hay, Buenos Aires, mucha justicia y sensatez en las ideas de mi padre?

Agustín Mendihalarzu
Foto: Ricardo Watson

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