Más de una vez he escuchado decir que esta ciudad vive de espaldas al
río. Hay algo de cierto en esa afirmación, aunque, yo que vengo de una ciudad
como Paraná, en donde el río es tan parte de ella que tienen el mismo nombre,
la presiento incompleta. Sí, Buenos Aires parece estar de espaldas a esa
planicie marrón que sin embargo la conecta con el resto del mundo. Lo he
comprobado al recorrer pescaderías. En cualquier lado se puede conseguir un
abadejo, un salmón, un kilo de langostinos, pero conseguir pescado de río es
casi imposible. Sacando algunos sábalos opacos y chicos, apenas se pueden
conseguir algunas bogas, algunos dorados de menos de dos kilos. El surubí, el
tigre del río, el cachorro más preciado, llega en rodajas. Una tristeza. Y ni
hablar de la cantidad de gente que escucha estos nombres y los piensa exóticos,
ajenos. En una ciudad donde uno
puede encontrar comidas de todas partes del mundo, los frutos del río se
esconden en rincones de privilegio: hay tanta distancia en ellos como en un
curry de Tailandia.
Pero hay otras percepciones más sutiles que lo confirman. En las calles
de Buenos Aires, el río no se huele. Un amigo paranaense me dijo hace años que
él no podría irse de Paraná porque extrañaría el olor del río. Yo, para mis
adentros, me dije que esa era una excusa pobre para justificar el hecho de que
no se animaba a aventurarse en otros lares. En ese momento yo era demasiado
joven y creía que la aventura estaba en otra parte. Ahora sé que está en todos
lados. Ahora, además, después de vivir nueve años en Buenos Aires, cuando
vuelvo a Paraná siento el olor del río. El olor del río y la tonada de la
gente, cosa que creí tampoco existía… El olor del río y la tonada de la gente.
¿Cuál es el hilo invisible que une estas dos cosas?
Remanseo y vuelvo. Retomo.
Buenos Aires es una ciudad que está de espaldas al río, dicen. Yo digo
lo mismo. Pero también arriesgo que, tal vez, el Río de la Plata está de
espaldas a la ciudad. No por desprecio o rencor. No por indiferencia. Es su
naturaleza. Para verle la cara al río, se me ocurre, hay que ver la otra
orilla. Hay que tener en los ojos la certeza de que se lo puede cruzar. Porque
en realidad el Río de la Plata no es una planicie sino una curva que llega
hasta el horizonte, una espalda erizada. Entonces, tal vez: espalda con
espalda, la ciudad y el río inventan formas imposibles de amarse. Hacen un solo
monstruo en el cual perdernos. Porque,
después de todo, Buenos Aires tampoco tiene orilla.
Ricardo
Romero Mussi
Foto: Pablo Garber
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