La pequeña baja del cielo. Al amparo de la ceguera porteña, se
mueve con la velocidad de un colibrí. En el barro, juega al equilibrio, a no meter
la punta de su zapatilla adentro del charco. El agua sucia le espeja una sonrisa.
Solo los niños la pueden ver. Ella les hace
sus juegos de acrobacia en el orillo del charquito. Los pequeñitos, amarrados a
sus coches o engarzados a los dedos de los mayores, tironean para ir al barro.
La reprimenda les cae encima, un grito tronante y helado los paraliza: “si te
ensuciás, te mato”. Los zapatos de los mayores enfilan, a paso marcial, hacia las
vueltas de la calesita, el refrito del pelotero del McDonald´s o el sopor de la
tele de casa.
La pequeña, con igual suerte, insiste con
sumar a su juego a cuanto niño pasa. Pero la tarde discurre, el sol naranja
está a punto de ser exprimido entre las torres y la pequeña sabe que llega la
hora de partir. Imprime en el barro su pisada, piensa en las piruetas que hará,
en un nuevo pedacito de barro, cuando el sol despunte en las azoteas de los
edificios, al otro día. De regreso al cielo, el charquito recibe su lágrima.
Los destellos del alumbrado público
ensombrecen el regreso a casa. El oficinista, el profesional liberal, la
maestra de grado, el científico descarriado, el matemático obtuso, el abogado
del usurero, el bibliotecario sombrío y hasta el amarrete operador de bolsa,
todos pasan cerca del charquito, ven la pisada en el barro que dejó la pequeña,
pero hacen como que no, aceleran el paso, reencauzan su marcha en la firmeza
pulcra de las baldosas. No vaya a ser cosa que, en el terreno jabonoso, jueguen
al equilibrio que, hace tiempo, les enseñó la Guardiana del Barro.
Juan Guinot
Foto: Taller Villa 20 (coord. Pablo Vitale)
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