“La entrada es válida para dos personas”, insiste la joven detrás del vidrio oscuro. Tardo unos segundos en reaccionar. Giro para buscar con la vista a mi madre y no la encuentro. Detrás de mí siento la fila de personas, impaciente, tensándose como las vértebras del espinazo de un animal prehistórico. Entrego el billete, en un rollito, como un niño comprando caramelos. La joven lo desenrolla y lo estira, pero el billete vuelve a cerrarse como un feto. Me inclino hacia el hueco en el vidrio, para preguntar en voz baja por qué lo de la entrada para dos personas, pero no me salen las palabras. La tensión de la fila detrás de mí me despega hacia un costado, como una espátula.
Encuentro a mi
madre bajo la sombra de un árbol, manoseando su celular nuevo. Está cumpliendo
hoy 65 años y el teléfono nuevo es el regalo que pidió. Cuando salí del
hospital recibí un mensaje suyo, un
largo chorro de letras porque todavía no aprendió a escribir con espacios:
solomepermitenunahorateveoenlaentradadeljardinjapones. Cuando bajé del taxi la
vi, igual que ahora, en la sombra, manoseando su celular. Entrego le entrada, me
aparto para dejarla pasar, para no tocarla, y entramos.
Como es día de
semana y son las tres de la tarde, la mayoría de los visitantes son turistas.
Además, son todas parejas, todas tomadas de la mano. Ahí comprendo lo de la
entrada para dos personas: estoy teniendo una cita romántica con mi madre.
Mi madre. De chico
empecé a morderla, luego a golpearla, con mis manos chiquitas como un punzón.
En la panza, y cuando no me alzó más, en las piernas. No todo el tiempo, sólo
cuando me venía la crisis, que no se de dónde me viene. No lo sé yo, y no lo
sabe ningún médico: ningún evento traumático que hayan podido traer de vuelta en años de terapia. La
explicación debe ser biológica, química y, últimamente microscópica: las
células de mi cuerpo quieren destruir las células del cuerpo de mi madre. Sus
moléculas giran en un spin contrario al mío, y si mi materia y la de ella fuera
obligada a comprimirse dentro de un ojiva nuclear podríamos hacer volar por los
aires una ciudad.
En vez de
desmoronarse, mi madre persistió. No quiso internarme. Es más, se volvió
ridículamente pragmática: incluso aprendió artes marciales, para poder parar
mis golpes, cuando mis puños se hicieron cada vez más grandes, cuadrados como
ladrillos. Cuando no pudo defenderse, contrató un guardaespaldas, que vivía en
la casa. Y cuando una de las crisis involucró un cuchillo, no tuvo más remedio
que aceptar que me medicaran. De esa época sólo recuerdo mis sueños, amplios y
vacíos. Para tratar de recomponer el vínculo que se había roto entre mi cuerpo
y el de mi madre, los médicos sugirieron que me acunara mientras dormía.
Recuerdo despertarme, narcotizado, en calzoncillos, asustado, a upa, humillado ante
la posibilidad de una erección. Mi padre no soportó la insistencia de mi madre
y su creciente aislamiento: curarme se había vuelto su desafío personal, su
centro, y él la distraía. Se fue y casi nunca más lo vimos.
El jardín es
verde y anaranjado, muy poco japonés. Verde de árboles y de agua verdosa y
frenada, como plastilina. Y anaranjado de puentes de madera y de peces gordos.
Espero a que pasen una pareja de chinos para subir al puente solo, con mi
madre. Quiero sentir la madera crujir bajo el peso de nuestros cuerpos, y
después bajar. Mi madre quiere detenerse y leer los carteles, convertir esta
visita en algo útil, pero yo sigo, no me interesa nada de eso, no quiero
información, quiero la sensación. En silencio, sin hablar con ella, ni con
nadie.
Nos detenemos
unos segundos frente al bonsai. Disciplinar la planta amputándole partes: una
lección. Punzar, cortar, drenar, redirigir la savia, vendar, sellar. Y después,
cuando nos vamos quedando sin tiempo, apoyarnos los dos contra el borde y mirar
esos peces tubulares, anaranjados. Abren la boca y nos miran, giran y vuelven a
mirarnos. Abren la boca. Quieren comer, respirar, decir. Todo es más o menos lo
mismo. Un acto repetido, un reflejo condicionado, una manera de sobrevivir.
* * *
Texto: Xtian Rodríguez (Merlo, Buenos Aires, Argentina, 1970) Escritor, traductor, docente y analista de sistemas. En el año 2000 tradujo Google al castellano. Desde el año 2002 escribe el blog www.putoyaparte.com. Dicta talleres de escritura breve y lectura de novelas. Colabora actualmente como guionista de un programa de televisión, mientras prepara la publicación de su primer libro.
Foto: Sebastián Rocotovich
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