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viernes, 2 de diciembre de 2011

Jardín Japonés, Xtian Rodríguez


“La entrada es válida para dos personas”, insiste la joven detrás del vidrio oscuro. Tardo unos segundos en reaccionar. Giro para buscar con la vista a mi madre y no la encuentro. Detrás de mí siento la fila de personas, impaciente, tensándose como las vértebras del espinazo de un animal prehistórico. Entrego el billete, en un rollito, como un niño comprando caramelos. La joven lo desenrolla y lo estira, pero el billete vuelve a cerrarse como un feto. Me inclino hacia el hueco en el vidrio, para preguntar en voz baja por qué lo de la entrada para dos personas, pero no me salen las palabras. La tensión de la fila detrás de mí me despega hacia un costado, como una espátula.

Encuentro a mi madre bajo la sombra de un árbol, manoseando su celular nuevo. Está cumpliendo hoy 65 años y el teléfono nuevo es el regalo que pidió. Cuando salí del hospital  recibí un mensaje suyo, un largo chorro de letras porque todavía no aprendió a escribir con espacios: solomepermitenunahorateveoenlaentradadeljardinjapones. Cuando bajé del taxi la vi, igual que ahora, en la sombra, manoseando su celular. Entrego le entrada, me aparto para dejarla pasar, para no tocarla, y entramos.

Como es día de semana y son las tres de la tarde, la mayoría de los visitantes son turistas. Además, son todas parejas, todas tomadas de la mano. Ahí comprendo lo de la entrada para dos personas: estoy teniendo una cita romántica con mi madre.

Mi madre. De chico empecé a morderla, luego a golpearla, con mis manos chiquitas como un punzón. En la panza, y cuando no me alzó más, en las piernas. No todo el tiempo, sólo cuando me venía la crisis, que no se de dónde me viene. No lo sé yo, y no lo sabe ningún médico: ningún evento traumático que hayan  podido traer de vuelta en años de terapia. La explicación debe ser biológica, química y, últimamente microscópica: las células de mi cuerpo quieren destruir las células del cuerpo de mi madre. Sus moléculas giran en un spin contrario al mío, y si mi materia y la de ella fuera obligada a comprimirse dentro de un ojiva nuclear podríamos hacer volar por los aires una ciudad.

En vez de desmoronarse, mi madre persistió. No quiso internarme. Es más, se volvió ridículamente pragmática: incluso aprendió artes marciales, para poder parar mis golpes, cuando mis puños se hicieron cada vez más grandes, cuadrados como ladrillos. Cuando no pudo defenderse, contrató un guardaespaldas, que vivía en la casa. Y cuando una de las crisis involucró un cuchillo, no tuvo más remedio que aceptar que me medicaran. De esa época sólo recuerdo mis sueños, amplios y vacíos. Para tratar de recomponer el vínculo que se había roto entre mi cuerpo y el de mi madre, los médicos sugirieron que me acunara mientras dormía. Recuerdo despertarme, narcotizado, en calzoncillos, asustado, a upa, humillado ante la posibilidad de una erección. Mi padre no soportó la insistencia de mi madre y su creciente aislamiento: curarme se había vuelto su desafío personal, su centro, y él la distraía. Se fue y casi nunca más lo vimos.

El jardín es verde y anaranjado, muy poco japonés. Verde de árboles y de agua verdosa y frenada, como plastilina. Y anaranjado de puentes de madera y de peces gordos. Espero a que pasen una pareja de chinos para subir al puente solo, con mi madre. Quiero sentir la madera crujir bajo el peso de nuestros cuerpos, y después bajar. Mi madre quiere detenerse y leer los carteles, convertir esta visita en algo útil, pero yo sigo, no me interesa nada de eso, no quiero información, quiero la sensación. En silencio, sin hablar con ella, ni con nadie.

Nos detenemos unos segundos frente al bonsai. Disciplinar la planta amputándole partes: una lección. Punzar, cortar, drenar, redirigir la savia, vendar, sellar. Y después, cuando nos vamos quedando sin tiempo, apoyarnos los dos contra el borde y mirar esos peces tubulares, anaranjados. Abren la boca y nos miran, giran y vuelven a mirarnos. Abren la boca. Quieren comer, respirar, decir. Todo es más o menos lo mismo. Un acto repetido, un reflejo condicionado, una manera de sobrevivir.

* * *


Texto: Xtian Rodríguez (Merlo, Buenos Aires, Argentina, 1970) Escritor, traductor, docente y analista de sistemas. En el año 2000 tradujo Google al castellano. Desde el año 2002 escribe el blog www.putoyaparte.com. Dicta talleres de escritura breve y lectura de novelas. Colabora actualmente como guionista de un programa de televisión, mientras prepara la publicación de su primer libro.
Foto: Sebastián Rocotovich

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